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Se pudo tocar con los dedos. Tenía forma, textura, irradiaba una temperatura fluctuante, a veces tan ardiente que quemaba las yemas, a veces tan fría que congelaba el alma. No estaba en ninguna parte y al final estaba en todas. En cada rincón, agazapado en la grama, en las fibras de las mallas, en la gota de sudor que recorre un rostro, el de cualquier jugador a lo largo y ancho del mundo infinito, detenido en el más profundo rictus de la tristeza. Es lo contrario del sonido, es el enemigo del estruendo, es lo que nunca hay en una cancha de fútbol: el silencio.

En cada lugar donde 22 hombres se juntaron para disputar el balón, antes de comenzar la liturgia del balompié, hubo que pasar por el túnel doloroso del silencio. Desde los dioses del Olimpo que hoy se definen por ceros y más ceros, universales, maximalistas, estrellas en todo el calado de la definición, hasta los humildes trabajadores en alguna cancha perdida y arrinconada, donde poseer zapatos con estoperoles es un lujo y chutar sobre una alfombra de pasto un sueño.

Todos se mantuvieron en silencio.

Por unos minutos, además, todos fueron jugadores aficionados. En sus mentes volvieron a la plaza de la infancia, al callejón de adoquines, al descampado que moría en la acequia. Se despojaron de sus millones, de su fama, de su manierismos de estrellas. Perdieron los títulos, los balones de oro, los trofeos de plata. Se convirtieron en niños que corren tras un balón de plástico, tras una media amarrada con una cita de goma, tras una pelota desgajada que nunca para de rodar. Fueron en criaturas indefensas, a merced de los elementos, anhelando los brazos protectores del padre, el arrullo de consuelo de la madre.

Todos volvieron al origen, a la semilla, a definición más básica del fútbol arrastrados por el doloroso silencio. Y al fin se quedaron quietos, mirando el infinito, abrazados por un lazo invisible y poderoso, sintiendo las pesadas plumas del silencio sobre sus hombros.