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Colo Colo venía caminando por la cornisa hace un buen rato. Los datos son públicos, están a la mano y dejan poco espacio a segundas lecturas. Hasta antes del partido con Antofagasta, el equipo de Guede había ganado solo dos de sus últimos ocho encuentros y el triunfo ante Everton, con un afortunado remate de Canchita Gonzales en el minuto 94, fue una constatación más de lo mucho que le estaba costando sumar puntos.

El Cacique no se vio bien en Viña, pero salió airoso gracias a sus individualidades. Este domingo en el Monumental, no apareció un tiro libre salvador, el talento de Paredes o una jugada fortuita. Luego del empate de Villagra las ideas escasearon, no hubo margen de reacción. Colo Colo ya había copado la cuota de triunfos in extremis.

Cuando un cuadro depende de sus individualidades es porque colectivamente no funciona. Los albos se fueron enredando poco a poco, metiéndose en una espiral decreciente, dependiendo sobremanera de Valdés y Paredes. Todo en medio de un contexto complejo por el alto número de lesionados, las pugnas de poder en el directorio de la concesionaria y los cuestionamientos a las formas de un entrenador que lejos de cultivar un perfil bajo quedó sobreexpuesto por decisiones ajenas a la exclusiva preparación del equipo.

El fútbol muchas veces es una lotería y en un torneo tan irregular como el chileno no se puede descartar que una sorpresa de San Luis ante la U le permita a Colo Colo conseguir la estrella 32. Pero si el Cacique zafa y da la vuelta olímpica en El Salvador será producto de los avatares de este deporte y no de la lucidez de Guede ni de una campaña irrefutable. Ante Antofagasta, cuando el técnico argentino debió demostrar de qué madera está hecho, cometió errores basales, echó atrás al equipo, reemplazó sin justificación a un jugador clave como Rivero y permitió la crecida de los nortinos. Personificar la derrota en Salazar no corresponde porque la única gran verdad fue el perdonazo que Colo Colo le dio a un equipo al que tuvo al borde de knock out durante todo el primer tiempo.

Guede no está perdiendo el campeonato por plantar ruda ni rociar el camarín con vinagre. Todos los técnicos tienen sus cábalas. Tampoco por un espionaje más o menos. Bielsa, un tipo íntegro, también mandaba agentes encubiertos. El técnico argentino se está quedando con las manos vacías porque se le lesionaron demasiados jugadores, distrajo apoyando la reelección de Mosa, se enemistó con el gerente técnico Oscar Meneses, un secreto a voces en Macul hace varias semanas, y se preocupó más de ampliar su poder, haciéndolo extensivo a las divisiones inferiores, que afrontar el evidente declive futbolístico de la segunda mitad del campeonato. Guede se mareó y no leyó adecuadamente la jugada. Su omnipresencia no fue sinónimo de virtuosismo sino que generó un ambiente espeso que, de una u otra manera, penetró en el vestuario. En buen chileno, puso la carrera antes que los bueyes.

En la conferencia de prensa posterior al empate, el ex entrenador de San Lorenzo dijo que tenía muy claro lo que debía hacer dependiendo de cómo terminaran las cosas. Lo cierto es que, antes de tener el control absoluto, debió preocuparse de ganar y legitimarse ante el medio sobre la base de resultados concretos. No a partir de un título de Copa Chile. Guede es un técnico joven y muy capaz, pero tiene que aprender a manejar su ímpetu y no creerse más listo que el resto. Para progresar y convertirse en un entrenador con proyección internacional, lo primero es ser campeón, como Sampaoli en el CDA hace algunos años.

Está por verse qué ocurrirá si la U acaba conquistando el título el fin de semana venidero. La lógica indica que así será y, en ese caso, ¿Guede dará un paso al costado como dejó entrever en la rueda de prensa? ¿Lo convencerá Mosa que quería prorrogar su contrato hasta 2020? De seguro, el presidente de Blanco y Negro querrá que se quede, pero Guede tiene la última palabra. ¿Le dará el hincha albo una nueva oportunidad?