Héroes y zeppelines
Nuestra era dorada siempre se remite a la infancia. A una sucesión de recuerdos, intervenidos o no por el tiempo, que conforman un universo ideal, cómodo, donde el mundo funcionaba a una velocidad razonable y las estaciones del año estaban bien delimitadas. En esos retazos de la memoria puedo fijar un viejo postrado en la cama, pariente lejano de mi papá, hablando de los zeppelines que bombardeaban Londres en la Primera Guerra Mundial. Era una casa ubicada en una calle entre Antonio Varas y Manuel Montt, llena de árboles y con tortugas en el patio. Las consabidas demoliciones y cambios de la modernidad hicieron desaparecer la casa y los árboles, siendo el lugar hoy irreconocible.
También, en este ejercicio de memoria, me recuerdo tirado en las baldosas de una cocina, tal vez con cinco años, donde una señora manipula unas ollas y en el muro se ve un pequeño ventilador empotrado, que gira lentamente y está colonizado por pelusas y mugre. Es el departamento de mi Tía Quena en el centro, entonces, un laberinto inescrutable. La señora, que cantaba con otras dulces ancianas en un coro de la iglesia, hacía almohaditas de raso a las niñas de la familia.
Puedo elaborar miles de imágenes similares, todas placenteras y suaves, que me transportan a un mundo ideal y falso, que contrastaba con la dura realidad de un país, una ciudad, pobre y feroz, poblada de campamentos miserables, con niños sin zapatos en las calles y desafortunados que golpeaban las puertas pidiendo un pedazo de pan.
Los filtros de la memoria infantil son así, construyen con su propia unidad de medida y descartan lo que no se acomoda. De esta manera, yo también elaboré mis propios héroes deportivos, en consonancia con la época, modestos, razonables y humanos. Lejos de cualquier estridencia y maximalismo. Edmundo Wranke, Elías Figueroa, Richard Tormen, Alejandra Ramos, Julio Crisosto. Apenas nos asomábamos a sus vidas el domingo en el Nacional o el martes en la revista Estadio. No los creíamos líderes o ejemplos de nada, sólo buenos representantes de sus respectivas disciplinas, que alguna tarde nos podían entregar un momento inolvidable. No tenían objetivos grandiosos y no podían tenerlos. Que Coné Wranke ganara la corrida de San Silvestre en 1977 al futuro campeón olímpico Carlos Lopes era un regalo invaluable. Quedábamos sobrados y agradecidos por la eternidad.
Julio Crisosto hizo un gol histórico a Perú en la eliminatoria de 1973 ante 78.000 personas en el Nacional y después se fue en micro a su casa en la remodelación San Borja. Nadie lo reconoció sentado en la liebre. No tuvo suerte Crisosto. Álamos lo dejó afuera del Mundial de 1974 cuando Carlos Reinoso le impuso a su amigo Osvaldo Castro, pese a que estaba desgarrado. En la siguiente eliminatoria, Peña no lo puso, luego de que la prensa hiciera una campaña violenta a favor de los jugadores que actuaban en el extranjero.
Y no se quejó Julio. Sólo, en su timidez habitual, dijo en las páginas de Estadio: “Me saqué la mugre en la pretemporada, pero no me dieron la oportunidad”. Ése era mi ídolo.
Por supuesto que no se trataba de santos. Chamaco Valdés estrelló su Fiat 125 unas cuantas veces, el Tanque Luis Araneda se fue preso luego de una reyerta en la boite La Pescadito, de San Pablo. Años más tarde Sergio Navarro, entrenador de Colo Colo 1976, me confesó que Araneda maleaba el grupo en complicidad con Augusto El Feo Vergara.
Y claro, el tiempo pasó y todo lo narrado aquí es puro polvo. Los futbolistas están en la estratósfera y se exhiben, aplastados por un mundo donde todo es explícito, sus fortunas y ambiciones. No son sólo buenos exponentes de su actividad, son especies de héroes mitológicos, atrapados en la obligación de apostar siempre más alto, más lejos, más fuerte. Compitiendo por los millones que ganan, los millones en que se cotizan, el tamaño de sus autos, la sumatoria de títulos, verdaderos e inventados, que muestran sus currículos. No son futbolistas, son kamikazes, guerreros, samuráis, comandos, astronautas, Ulises, Aníbal, Horacio y Aquiles. No deben ganar el domingo, deben cumplir sueños, cargar sobre sus hombros todas las frustraciones y complejos de un país, lograr lo que nadie logra, derribar las torres de piedra que por siglos se han mantenido incólumes.
Luego la locura, el exceso, la contradicción y el choque de un Ferrari. Y en vez, como Chamaco y su 125 en 1978, salir en un espacio menor de el diario El Cronista, se transforman en tema nacional, en tema de consulta a la Presidenta, en portada de un diario italiano en objeto de debate en un foro web de una página de Madrid.
A veces creo que Vidal, por unos minutos al menos, envidiaría la santa fortuna de Crisosto: meter un gol histórico ante miles de espectadores y luego subirse a una micro y perderse en las calles grises de la ciudad como una cara anónima que se arrellena en la butaca y ve pasar las calles ajenas a través del vidrio.
En fin, uno está construido por su tiempo, por sus urgencias, sus arquetipos y sus dinámicas. Desde el viejo de los zeppelines y la señora que cosía almohaditas luego del coro, desde el goleador desplazado por su modestia, de las calles embarradas con los hombres que sólo aspiran a sobrevivir, sólo puedo mirar con estupor la borrasca y el maximalismo del fútbol de hoy y sus protagonistas. Llevan los mismos colores que antes, usan el mismo escudo, defienden la misma bandera y responden al mismo himno, pero son otros, lejanos y extraños. Incomprensibles.