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Hernández

Vuela alto Javier

Vuela alto Javier

De seguro no soy la persona más indicada para escribir estas líneas. No trabajé con Javier Muñoz, ni lo conocí mayormente. Sabía de él por sus relatos en CDF, porque hace un tiempo hizo un reemplazo en ADN y porque siempre tuvo la inquietud profesional de trabajar en radio. No cabe duda que hay decenas de colegas, compañeros, amigos y familiares que podrían explicar mejor que yo su enorme pérdida durante el amanecer de este sábado.

Me animo a hacer esta columna porque a mediados de la semana pasada nos tomamos un café en Providencia para hablar de radio y saber si, de vez en cuando, le interesaba relatar algunos partidos por ADN. La charla duró una hora y media. En diez minutos nos pusimos de acuerdo para sellar su incorporación. El resto del tiempo hablamos de sus inicios, la perseverancia que tuvo para ir superando etapas y el progreso evidente que lo llevó a relatar el mundial de Brasil por una cadena internacional. Conversamos también de la radio cuya área deportiva dirijo, pero la mayor parte de nuestro diálogo versó sobre la vida. Le pregunté por qué seguía residiendo en San Felipe y no se venía a Santiago. Me contestó que odiaba la congestión, el aire y estilo de vida frenético de la capital. Prefería viajar las veces que fuera necesario y me dijo que ya dominaba algunos trucos viales como eludir la subida de la Pirámide y tomar la autopista radial de Chicureo. Javier era un tipo empeñoso, trabajador, buena gente, como muchas personas que trabajan en los medios de comunicación, pero era feliz viviendo de lejos del smog, los atascos, los bocinazos, el apuro y la mala onda de tanto automovilista odioso que circula por estos lados. Qué ironía del destino, Muñoz halló la muerte en un camino sanfelipeño a pocos kilómetros de llegar a casa.

Javier tenía 43 años, yo un par más que él. Si bien nuestra reunión era de trabajo, tal vez por una cuestión generacional, acabamos hablando de la familia, de su mujer y sus tres hijas. Me pareció un tipazo, de esas personas que se superan a sí mismas y le ganan a la vida. Personas que con humildad, talento y constancia son capaces de llegar a límites insospechados. El Negro mencionaba a sus hijas y sus ojos le brillaban. Igual que a mí cuando hablo de mi pequeña, que es mi polola chica, o del orgullo que siento por mi hijo mayor deportista. Nuestras hijas menores tienen prácticamente la misma edad y los que siguen, apenas un año de diferencia. Quizá por eso nos conectamos tanto esa mañana y me chocó aún más la tragedia. Una mezcla de tristeza, angustia e impotencia.

La mañana de este sábado fui al Stadio Italiano porque debía jugar por el título de dobles del Torneo Senior de Tenis Copa Fundadores. Me instalé detrás de árbol mientras decenas de amigos y conocidos disfrutaban de la final de singles de mayores de 45 años. Algunos me llamaban, otros hacían gestos para que me acercara. No sabía si quería estar ahí aunque tampoco sabía dónde diablos quería estar. El accidente de Javier me daba vueltas y vueltas, me preguntaba por qué le tuvo que pasar a él. Al poco rato llegó Eugenio Salinas, que es socio del club, y le conté, quedó impactado. Luego apareció Aldo Schiappacasse y me dijo que Claudio Palma estaba destruido con la noticia. Qué fatalidad.

El Stadio Italiano lamentó un par de desgracias hace poco tiempo. La primera me atrevo a mencionarla. Pato Ampuero, uno de los profesores de tenis del club, perdió a uno de sus hijos luego que una patrulla de Carabineros que no respetó una luz roja impactó su auto en medio de una persecución policial. Pato ha reclamado públicamente que la institución no hizo una investigación acuciosa. Hoy lo vi, con su canasto de pelotas, haciendo clases a niños. Cada día nos da una lección de entereza. No me siento con el derecho a mencionar con detalles el segundo caso. Solo diré que se trata del atropello del hijo de un tenista.

Por qué carajo nos vemos sometidos a estas pruebas. Por qué el destino le juega esta mala pasada a cierta gente. El despojo de un ser querido antes de tiempo cambia nuestras vidas de manera brutal y para siempre. Cuando un adulto mayor parte el dolor puede ser enorme, pero años antes o después es parte del ciclo de la vida. Cuando el que nos deja es un niño, adolescente o adulto joven, el golpe es demoledor, inigualable, deja trunco todo.

Es parte de la investigación acreditar las responsabilidades en la muerte de Javier. Quizá pudo ir a exceso de velocidad, quizá no. El otro conductor está grave y está por verse si es que viajaba más rápido de lo permitido y había ingerido alcohol. La Ley Emilia hoy castiga con mayor dureza las irresponsabilidades de los conductores, pero aún hay mucho que hacer con la legislación vigente. Solo una reflexión a propósito del doloroso reclamo de Pato Ampuero por la muerte de su hijo ¿vale la pena todas las persecuciones policiales si el riesgo para las personas inocentes es enorme? La otra noche veía Alerta Máxima en CHV y unos delincuentes en auto escapaban por la vereda de una patrulla de Carabineros. ¿Qué hubiera pasado si unos niños salían a jugar o una vecina a comprar el pan? Cómo no va a haber otra forma de actuar, dónde queda la inteligencia policial. Nadie le va a devolver la vida al hijo de Pato Ampuero. Tenemos mucho que revisar como sociedad. Dejando fuera este caso, las penas de la Ley de Transito siguen siendo muy bajas. Urge generar un cambio cultural definitivo.