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Óscar “Jurel” Herrera

Oscar “Jurel” Herrera pertenece a una estirpe ya extinguida en el fútbol chileno: el ídolo de la ciudad. Como Armando Alarcón o Héctor Puebla en Calama, Guillermo “Chicomito” Martínez en Viña del Mar y Mario Desiderio de Rancagua, el veloz y oleaginoso puntero derecho era el espejo y anhelo de todos los muchachos en Talcahuano.

Curioso destino el del “Jurel”, su carrera fue tan explosiva como breve, de la misma manera ese Naval de comienzos de los ochenta llegó dos años consecutivos a la liguilla de la Copa Libertadores para ir apagándose de manera paulatina y desaparecer diez años después. Eran bravos los dirigidos por Luis Ibarra, practicaban un fútbol aguerrido, veloz, que se abría a las puntas y no desdeñaba los balazos de un impetuoso Jorge Aravena o de un táctico Juan Soto. En el arco la fiesta la armaba el inolvidable Manuel Araya, el Loco, mientras que los centrales sacaban sangre: Edógimo Venegas y Marcelo Pacheco. Recuerdo a Luis Valenzuela moviéndose por la banda, al eterno Ricardo Flores embocando seguido, a Jaime Gaete, el paso de Óscar Arriaza.

Entonces ganar en El Morro era una tarea compleja y los más encopetados, Cobreloa, La U o Colo Colo, salían complacidos si rescataban un punto. Algo tenía esa cancha de verde profundo y césped demasiado alto y salvaje. Hasta los arcos parecían más anchos. El ambiente en las tribunas era espeso, alarmante, donde el inveterado cañoncito de la barra chorera advertía que todos eran visita. En la época amateur era imposible para un árbitro cobrar penal en contra de Naval, inmediatamente debía escapar del recinto. En esos años de gloria en el profesionalismo, 1981 y 1982, si llegaban menos de diez mil espectadores a El Morro se decía que el público no había respondido.

Óscar Herrera hacía honor a su apodo: era rápido y resbaladizo. Tenía un pique explosivo y solía ganar la línea de fondo y sacar el centro a la carrera. Para el espectador de ese tiempo los duelos entre punteros y laterales eran un espectáculo aparte, como el enfrentamiento entre dos cowboys en la calle principal de un pueblo en el Oeste. Herrera tuvo sus jornadas duras frente a Alfonso Neculñir, Vladimir Bigorra, Enzo Escobar o Luis Hormazábal por nombrar unos pocos. Ganó y perdió, pero garantizo que su marcador siempre debió mojar la camiseta y comer pasto al enfrentarlo. No era un habilidoso y ni un exquisito tipo Mario Moreno, pero había que aguantarlo, nunca desfallecía y mantenía en vilo los 90 minutos a laterales por la izquierda.

Tuvo la mala suerte de ser contemporáneo de Patricio Yáñez. Con el “Pato” en plenitud, la punta derecha de la selección no tenía discusión, era pelear con un superdotado en el puesto. Después se le cruzó Juan “Rápido” Rojas, quien impuso su capacidad de hacer diagonales y anotar goles, rubros en los que el “Jurel” no podía competirle. Después apareció Hugo Rubio, el “Pájaro” manejaba los dos perfiles, podía convertirse en volante y tenía una potencia sobresaliente, nuevamente Herrera estaba un par de escalones más abajo. La selección fue, entonces, esporádica. Igual vivió su noche de gloria en 1981, cuando entró en el segundo tiempo del duelo eliminatorio contra Ecuador en el Nacional. Chile ganaba 1-0 pero jugaba mal, había que cerrar el partido y asegurar los pasajes al Mundial de España. Cerca del final, Herrera, tras un pase en profundidad de Carlos Rivas, la echó a correr internándose en el área por la derecha y Carlos Caszely le marcó el pase levantándole la mano. El navalino cruzó un centro a la carrera, su especialidad, y el “Gerente” rubricó el triunfo y la clasificación a bocajarro. Una lesión le impidió integrar el plantel que al año siguiente naufragaría en Oviedo y Gijón.

Murió el lunes por la tarde de un infarto a los 56 años. Fue en Talcahuano, el único lugar del mundo posible para Óscar Herrera. Lo llora una ciudad completa, acaso toda la VIII Región, y es seguro que por las bandas de El Morro el recuerdo del “Jurel” desbordara eternamente buscando la línea de fondo.