El bus
Muchas cosas han cambiado, para bien, con la selección chilena. Es protagonista en cualquier cancha del planeta y ante el más emperifollado de los rivales. Le puede ganar al campeón del mundo y vencer a Argentina en una final. Puede pasearse por Wembley y el Nacional de Lima. Y sus jugadores además se dan el lujo de quedar disconformes después de protagonizar un paseo.
La generación dorada suma dos mundiales en el cuerpo, ganó por primera vez algo importante, como la Copa América, y sigue yendo por más. Tiene un hambre insaciable. No se conforma con nada.
Son cambios positivos, evidentes y notables, que nos llenan de orgullo, especialmente a quienes crecimos con la convicción de que la única forma de ganar fuera de casa era rezándole a todos los santos y confiando en buenos arqueros -¡que vaya que los tuvimos!- como Mario Osbén o Roberto Rojas.
Dentro de este nuevo escenario, maravilloso a simple vista, hay un elemento nuevo, rupturista y revolucionario que es parte fundamental de este estatus renovado, pero que por mis limitaciones intelectuales aún no logro comprender: el bus.
Imitado de los más primitivos orígenes sabandísticos argentinos, como muchas otras cosas, lo que partió siendo un elemento de relleno en las interminables "previas" (otro concepto trasandino) televisivas, hoy ha adquirido los ribetes de un ritual ancestral, similar a la danza de la lluvia o a los sacrificios humanos que hacían los aztecas.
El canal de TV oficial anuncia con bombos y platillos que "estaremos en el trayecto del bus en todos los partidos de Sudamérica". Les falta agregar una frase eterna de la televisión chilena: en un esfuerzo humano y técnico sin precedentes para llevar hasta sus hogares todas las alternativas de... el bus.
El jueves pasado, antes de enfrentar a Brasil, una voz en off aguerrida y rasposa se mandó un speach memorable en los cinco a 10 minutos que dura el trayecto entre Macul y Ñuñoa, por las avenidas Las Torres, Macul, Camino Agrícola y Marathon. Y el mérito es que en esa verdadera arenga guerrera, pasional y patriota, jamás hubo repetición de conceptos ni se echó mano a recursos baratos de relleno, como haber citado que pasaban por donde alguna vez estuvo la picada de completos del Tío Manolo o la fecha de fundación del conjunto habitacional Villa Santa Carolina.
Y nuevamente se hizo sin recursos extra, como citar nombres de calles, el río Rímac o simplemente hablar del ceviche, el ají de gallina, la jalea de chicharrones o cualquier otro plato que sirvan en la antigua capital del virreinato del Perú. Apróntense, que se seguirá haciendo en Buenos Aires, Quito, Barranquilla, Puerto Ordaz, Montevideo, La Paz, Asunción y en donde Brasil se digne a recibir a la Roja. Si es en Sao Paulo, ciudad de 16 millones de habitantes, la duración del trayecto será una prueba de fuego para el relator-arengador, quien al menos agradece que a la Roja no le toque jugar contra México en el DF ni que el bus de la Selección deba transitar por Manhattan a la hora del taco.
Recuerdo que con mi equipo de fútbol de la infancia fuimos a jugar al Estadio Municipal de La Cisterna y estábamos felices porque había túnel. Bajamos para volver a subir y sentirnos futbolistas de verdad. Regresamos corriendo a la cancha porque había un guarén horrendo en esa construcción que todavía estaba en obra gruesa. Pese a lo traumático del episodio, cumplimos el sueño de subir a la cancha desde un túnel.
El otro día mi hijo me comentó que con su equipo tenían un amistoso. Pero lo que más lo emocionaba no era el confronte en sí o la posibilidad de ir a una cancha con túnel: "Papá, nos vamos a ir en bus...".