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Comienzo la columna reconociendo mi admiración por Jorge Sampaoli. Como entrenador me parece un técnico de nivel mundial. Planificador como pocos. No deja detalles al azar. Es un agrado ver jugar a sus equipos. Ofensivos. Intensos. Irreverentes. En los equipos de Sampaoli vemos jugar once contra once. Sus dirigidos le pueden ganar a cualquiera. Salen a la cancha con esa actitud.

Admiro su historia de vida. Hizo la carrera larga. Comenzó tarde. Sin carácter jamás, pero jamás, habría conseguido lo logrado hasta ahora. Dirigió equipos de ligas menores. En Perú conoció el fracaso. Se cayó cien veces y se volvió a parar. Resiliencia. Con mayúsculas.

Pero admiraba a Sampaoli por su discurso. Esa actitud rockera, desobediente, audaz. Esa que crece, que avanza, pero diciendo siempre que no. Nada de agachar la cabeza. Nada de acomodarse a los moldes. Valorar conceptos que no se miden en tablas de multiplicar ni en planillas Excel: la gallardía, la insolencia, la gloria de jugar por los colores, ganar por la búsqueda de convertir tu nombre en herencia perdurable. Eso que Sampaoli llamaba amateurismo.

Esto se extravió en esta verdadera teleserie en que se ha convertido la continuidad del casildense en la Roja. No solo por los montos millonarios que ha cobrado por ganar. Eso no cambia mi percepción. No es un asunto de dinero. Sino la codicia que parece llegar siempre encadenada con el éxito. Ha cambiado cinco veces su contrato desde que empezó a ganar.

No le ha pasado solo al técnico. Ocurre en todos los aspectos de la vida. En todos los trabajos. Futbolistas, periodistas, profesores, médicos, artesanos, artistas. El éxito económico, las portadas, las luces, los comerciales, el ceder el llano terreno de anonimato al pedregoso campo de la fama.

Una cosa es que Sampaoli se quede al frente del equipo. Ojalá. No veo a nadie mejor por aquí cerca. Otra será que se mantenga a regañadientes. Otra será pararse frente a un plantel que ya sabe todo el dinero que cobró y que ya conocen lo que piensa el DT: el equipo se convirtió en ingobernable tras obtener la Copa América. Algunos agrandados. Otros indisciplinados. Y al cuerpo técnico les ha costado recuperarlos hacia el mismo riel.

Pero Sampaoli perdió otra cosa, que a mí gusto es mucho más importante que cualquier contrato o trofeo conseguido: la consecuencia en el discurso, la traición a la palabra. No es un asunto de dinero. Es un asunto de convicciones.

Al menos yo pensé que Jorge Sampaoli era distinto. Como escribió Jorge González Ríos, el genio más grande del rock chileno, “si los de abajo creen, lo que de arriba dicen, en quién voy a confiar. Quizás al final me dé igual”.

Ojalá yo esté equivocado. Sinceramente quiero estarlo.