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El rey del mundo

Si fuera por lo estrictamente deportivo (físico, técnico, mental y estadístico), Muhammad  Alí sería el mejor atleta de la historia con pocos reparos. Siendo un peso completo, tenía la velocidad de un mediano y el juego de piernas de un mosca. Y pegaba como un pesado. Era estratégico, inteligente y creativo. Sus golpes parecían sacados de un manual de pugilismo. De cabeza ni hablar: era un ganador en todo el sentido de la palabra, que jamás se achicó ante rival alguno, jamás sintió la presión de un compromiso, jamás temió a nadie, ni siquiera al terrorífico George Foreman. La descripción que hace Normal Mailer de la bolsa de arena tras una práctica de Foreman ahorra mucha tinta. El gigantón la había abollado, si es eso posible, con uno de sus terribles derechazos. Y Alí, veterano, discutido, con un ejército de críticos y enemigos, logró noquearlo en Kinshasa cuando nadie daba un dólar por él. Fue un triunfo de la lucidez en contra de la fuerza. Una demolición fue mental más que física.

Los números también son contundentes, acaso más que sus golpes. Ganó tres veces el título pesado (cuando sólo existían la CMB y la AMB), amén de su medalla de oro olímpica en los mediopesados. El último de ellos con 39 años, para dejar su rúbrica postrera sobre el insolente León Spinks, quien había osado arrebatárselo en 1978, cuando Alí andaba mal físicamente, distraído por los negocios, el cine y la política.

Pero estamos hablando de alguien que rebasaba por mucho lo deportivo. Fue un verdadero ícono de la segunda parte del Siglo XX. Un protagonista de la cultura popular, que decidió ser un negro rebelde y musulmán, cuando los negros casi no tenían derechos en la mitad de los estados. Y con esa actitud desafiante, agresiva e inconformista, lo transformó en un personaje incómodo y odiado, que perdió millones de dólares en publicidad por el único y gran pecado de abrir la boca y decir lo que pensaba. Es decir, fue castigado por pensar, en un tiempo en que los de su raza, más siendo de Kentucky, lo tenían casi prohibido.

Y sin embargo no alcanza. Muhammad  Alí fue el que fue porque resignó todo por defender sus ideas. Al negarse a ir a la guerra de Vietnam le fue arrebatado el título mundial de los pesados y casi quedó en la bancarrota. Sus mejores años como boxeador lo encontraron peleando con el sistema judicial y la formidable maquinaria de propaganda conservadora de Estados Unidos. Era un hombre, apenas un bisnieto de esclavos, contra todo el aparato militar industrial más grande del mundo. Y el hombre perdió la batalla momentánea. Pero supo ganar la guerra de largo aliento y conquistar dos veces más su título de campeón.

Hace poco tiempo, perdonen el apunte, Cristiano Ronaldo fue entrevistado por el periodista Andrés Openheimer. Consultada su opinión sobre el escándalo de la FIFA y cómo podía afectarle, el delantero del Real Madrid, con ese cinismo propio de los tontos satisfechos, señaló que no le importaba nada, que no le afectaba y que sólo se preocupaba de los suyo. Luego,  comparar este ídolo de barro, preocupado por vender fonos, camisetas y perfumes, maquillado como cortesana de Luis XIV, con su sonrisa esculpida por decenas de ortodoncistas, con un atleta (la palabra es esa: Atleta con mayúsculas), como Muhammad  Alí, es un acto malvado, maquiavélico.

¿Por qué el más grande? Miren los ídolos de hoy, evadiendo impuestos, luciendo su línea de carteras, viviendo en las discotecas, sacándose fotos bañados en cantidades obscenas de dinero, incapaces de articular una idea profunda, propia, que no sea una frase hecha, provista por su ejército personal de relacionadores públicos y asesores de imagen. Mientras que Alí perdió todo por no ir a la guerra, cuando tenía salidas alternativas, como viajar a Vietnam y hacer exhibiciones para las tropas. Es decir, un enrolamiento simbólico, casi unas pequeñas vacaciones. Pero él defendía una idea y no transó. Su mensaje era claro: los vietnamitas no son mis enemigos.

Murió Mohammed Alí a los 74 años, el más grande, el mejor atleta de la historia. Los otros, los tristes y espurios aspirantes, las marionetas de algodón, pueden seguir revoloteando en su egoísta pequeñez.