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El gol de Raúl Ruidíaz a Brasil abrió un debate interesante (tan interesante como estéril) sobre la “lealtad” en el fútbol. La pregunta es ¿Lealtad a quién? ¿A las reglas? ¿A Perú? ¿A los valores universales de la fraternidad y la convivencia humana? Mirando mi vieja enciclopedia Sopena (edición 1962), hace un breve e inequívoca definición sobre la palabra “leal”: Que guarda fidelidad (…) acciones propias de una persona fiel (…) que es fidedigno y fiel cumplidor de los deberes de su cargo.

Buen problema se plantea acá. Como yo lo veo, Ruidíaz cumple con todos los requisitos de una personal “leal”, según el voluminoso Sopena con sus cinco intimidantes tomos de mil páginas cada uno. Por las buenas o las malas, las malas en este caso, hizo las acciones propias y fue fidedigno y cumplidor con los deberes de su cargo como jugador de la selección peruana: con el agua al cuello, sin posibilidad alguna de torcer el destino (Perú casi no había atacado), metió a su equipo en la siguiente ronda.

¿Apología de la trampa? No, sólo realismo sin moralina. En el fútbol, de manera inevitable, todo se ve según el color de la camiseta. Hace un año acá se elevó a Gonzalo Jara a la categoría de héroe nacional por la cochambrosa y repelente acción de meterle el dedo en el traste a Edinson Cavani. La verdad es que ni siquiera es necesario un ejemplo tan obvio, basta con recordar el penal que nos regalaron contra Bolivia el viernes pasado. Es claro que Alexis se la mandó directamente a la mano de Luis Gutiérrez. El resto lo hizo ese impresentable de Marrufo ¿Qué diferencia existe entre la avivada de Sánchez y la de Ruidíaz? Ninguna. Los dos, apremiados por el resultado, intentaron engañar al árbitro y lo consiguieron.

¿Es trampa? No del todo. En la contingencia del juego ocurren miles de cosas que, miradas una por una, son antirreglamentarias. En cada partido se cometen docenas de penales por agarrones en las pelotas detenidas, hay codazos, empujones, dedos traviesos, insultos, simulaciones, barreras que se adelantan y provocaciones. Es un deporte que vive del engaño. Más aún, es un deporte que lleva el engaño al arte sublime de la improvisación.

La verdadera trampa, la desnaturalización del balompié, está en otro nivel: comprar arbitrajes, sobornar rivales, dopaje, envenenar al equipo contrario, poner matones en el túnel visitante, apedrear buses. Algo así como la Copa Libertadores en los setenta.

La verdadera trampa es lo que hizo Carlos Bilardo en la eliminatoria de 1985, cuando mandó ex profeso a Julián Camino a lesionar a Franco Navarro, el mejor jugador de Perú. A los dos minutos el rústico lateral derecho de Estudiantes le metió una plancha criminal a Navarro y le fracturó la tibia y peroné. Un ejemplo local, Mario Soto salió con una piedra a la cancha y le reventó la cara a Adilio en la final de la Libertadores 1981 entre Cobreloa y Flamengo.

No aplaudo a Ruidíaz ni tampoco a Maradona ni menos a Jara. Son muchachos traviesos, oportunistas, carteristas, descuidistas, lanzas, inevitables hijos de un mismo padre: el balompié. Como dijo Marcelo Bielsa alguna vez “Todos tenemos un muerto en el closet”. Brasil eliminó de la Copa América 1995 a Argentina con un gol luego de que Tulio bajara la pelota con la mano; Italia derrotó a Australia el 2006 con un penal inventado luego de que Fabio Grosso se lanzara a la piscina al ser marcado por Craig Moore (y fue campeón mundial); Argentina el 86 le pudo ganar a Bélgica después de Héctor Enrique sacara del partido a Enzo Scifo al pisarle la mano; Inglaterra fue campeón mundial en 1966 con un remate de Geoff Hurst que no entró… La historia del fútbol corre paralela a la de sus infinitos errores arbitrales.

La FIFA trabaja para minimizar ese margen. Seis ligas comenzarán a ocupar las repeticiones televisivas para las jugadas más polémicas. El margen se estrechará, pero no de manera absoluta. Siempre habrá un espacio para la avivada, la picardía y la improvisación. Menos mal, el día que esos condimentos se pierdan, el fútbol tendrá la emoción y el suspenso de un partido de bochas.