Guarello
Civil
Fue en septiembre de 1991. El Flaco Reeve, quien era primer defensa central en la escuela de Periodismo de la UDP cuando yo era arquero, me invitó a jugar por el Civil, un equipo de la Liga Las Condes. El nombre tenía como origen el hecho de que gran parte de los jugadores eran alumnos de Ingeniería Civil de la Universidad de Chile. La camiseta era listada azul y amarillo (como Rosario Central), la cancha era de tierra con un raleado de pasto y quedaba en Padre Hurtado con Bilbao, junto a la futura Ciudad Deportiva de Iván Zamorano.
En esta liga la mayoría de los equipos tenían nombres rimbombantes, expresiones de deseo para ocultar el discreto nivel medio: Ajax, Milan, Roma, Lazio…
Civil era un despelote. Nunca subía del undécimo puesto y tenía demasiados caciques para muy pocos indios. Yo, claro, era indio. Había tres o cuatro compipas muy convencidos de su portentosa habilidad con la pelota y su categoría de insustituibles. Comilones, vagos, nunca iban al piso y jugaban paraditos. En cada partido había que llevar 500 pesos para pagar el “turno”, la “cancha” y el lavado de las camisetas. Bueno, los “cracks” nunca andaban con plata y jugaban igual. Los demás asumíamos el peso económico del equipo.
El Flaco Reeve era defensa central con su hermano mayor, el Cabezón Reeve, y de entrenador, algunas veces, fungía el papá de ambos, al que sus hijos, sin respeto alguno, llamaban “el cabeza de macetero”.
En ése campeonato, el de 1991, fui titular toda la segunda rueda. Entre jornadas buenas y malas, tenía el suficiente nivel para que el arquero reserva, un guatoncito que a veces parchaba de volante, no me amagara el puesto. Cuando comenzó la temporada 1992 los caciques llevaron a otro arquero. Era un compadre alto, fibroso, con una manazas impresionantes, que también tenía un espectacular look de arquero (lo que se entendía como look de arquero entonces): chasca con melenita bien cortada, tipo Walter Zenga.
Alternamos un par de fechas hasta que los caciques tomaron la decisión: el alto de cuerpo fibroso iba a ser el titular. “Tiene unas tenazas y agarra todos los centros”, me explicó el Flaco Reeve. Yo quedaba al aguaite, cuando el nuevo arquero titular avisara que no iba, me llamarían. Es decir, haciendo banco en la casa.
Para mí no fue gran problema. Seguía jugando al menos dos veces por semana: los miércoles por el equipo de los periodistas hípicos en el campeonato del Hipódromo Chile y los viernes por las Últimas Noticias en las canchas traseras de El Mercurio en Santa María.
Esporádicamente el Flaco Reeve me llamaba para parchar el arco del maltrecho Civil. El fibroso de las manazas solía escaparse a la playa con alguna polola y dejaba el equipo tirado. En los pocos partidos que jugué en esa temporada 1992 percibí un ambiente malo: los caciques estaban cada día más vagos y parados para jugar, no entregaban una miserable pelota y su único aporte real era reclamar cualquier cosa que cobraban los árbitros. El equipo se iba hundiendo en la tabla y las “figuras”, que jamás tenían los 500 pesos de la cuota, con suerte aportaban su sombra.
Luego pasó mucho tiempo sin que el Flaco me llamara. Supuse que el fibroso con la tenaza andaba muy parejo en el arco y el equipo había subido la puntería. El lluvioso 1992 avanzó sin novedad y yo me sentía fuera de Civil por el resto del campeonato.
Una mañana de domingo, tipo seis, sonó el teléfono verde que tenía en mi viejo departamento de Agustinas con Manuel Rodríguez. Era el Flaco, estaba desesperado: “Hueon, te necesitamos con urgencia, el arquero arrugó para hoy y la mayoría de los cabrones tampoco viene. Jugamos con el sublíder y si perdemos, quedamos últimos en la tabla por primera vez en la historia. A las 9 en la cancha”.
Había pasado de largo esa noche y estaba feliz enredado en las sábanas con la guapa Pilar, mi polola de entonces. La ropa de arquero estaba en el lavado y los guantes me los había perdido un amigo. Agarré cualquier cosa y me fui a la Alameda a tomar la micro.
A la hora del partido éramos apenas ocho. Lo que botó la ola de Civil (y eso era demasiado). Por supuesto, no apareció un solo cacique y el fibroso de las tenazas dormía a pata suelta en Algarrobo o El Quisco. Mi pinta era terrible: sin guantes, polera amarilla manga corta, bermuda azul, calcetines blancos arrepollados y unos zapatos Power que tenían 10 años de uso. La cancha estaba más terrosa y pedregosa que nunca. Éramos candidatos a la goleada. Once contra ocho, el penúltimo contra el sublíder.
Pero algo pasó esa mañana, los hermanos Reeve se cansaron de meter la suela y reventarla al cerro o la calle, los troncos corrieron como nunca y metieron como locos y hasta un flaco pitilla rubio, suplente de suplentes, se mandó un golazo de volea que provocó un “ohhh” largo de la media docena de ociosos que miraba la pichanga. El “cabeza de macetero” corría por el borde de la cancha aleonando y dando instrucciones. Se sentía el Narigón Bilardo.
Esa mañana saqué nueve mano a mano. Pese a la noche de mambo y la pinta de atorrante, no podían conmigo. Me tiraba de cabeza cuando venían con pelota dominada, salía reventar, comí tierra como loco. El gol que me hicieron fue porque me enfrentaron dos de ellos y se tocaron la pelota cuando salí a achicar.
Bueno, era un campeonato sin descensos ni apremios. Jugaban los que querían y si la cosa iba mal, los más cómodos se borraban. Ahora pueden entender la seriedad con la que se toma el fútbol así ¿O no, Arturo?