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Delpo, la máquina del tiempo

Actualizado a

Hay deportistas que están hechos de una madera especial y Juan Martín del Potro es uno de ellos. El capítulo que protagonizó esta semana en los Juegos Olímpicos de Río, independiente del resultado de esta tarde en la final ante Andy Murray, es de colección. Para Delpo, una sensación incomparable. Superior a su título del US Open 2009.

Es que los Juegos Olímpicos son otra cosa. Un viaje al origen del deporte. En su sentido más puro donde el fin último es la gloria, el reconocimiento, una medalla, no los millones a los que están acostumbrados. Por eso, Federer lloró como un niño en Beijing cuando ganó el oro en dobles con Wawrinka y Djokovic estalló en llanto mientras abandonaba la cancha tras perder con Del Potro en primera ronda hace algunos días.

En 2005 Gaston Gaudio venía de ganar Roland Garros y el día previo a una exhibición con Nicolás Massú en Santiago dijo que “cambiaría mil veces el título en Paris por una medalla de oro”. Una postal más de lo que representa ser campeón olímpico.

En este caso, para Del Potro, que ya ganó una medalla de bronce en Londres 2012, jugar una final olímpica tiene más valor que su título en Flushing Meadows siete años atrás.

La historia del argentino es increíble. Novelesca. Después de ganar su primer y único major en Nueva York se mantuvo en la elite hasta fines de 2013. Ahí comenzó su pesadilla: una lesión a la muñeca izquierda lo dejó prácticamente dos años sin competir. Hizo cuanto estuvo a su alcance pero recién en 2016 pudo volver cabalmente a al circuito después de un trance que incluyó tres operaciones y tratamientos de diversa índole. Entre medio despidió a su entrenador y al preparador físico. Solo contrató a Diego Rodriguez, un fisioterapeuta que había trabajado con David Nalbandían.

Mientras estuvo en dique seco, Del Potro se enclaustró. No habló con nadie, cortó toda relación con sus pares argentinos y su jefe de prensa se enemistó con los periodistas especializados que lo seguían por el mundo. Se borró. No quería saber del mundo. En su cabeza rondó muchas veces la idea del retiro. Cuando pudo entrenar lo hizo con juveniles.

En 2014, Del Potro jugó hasta fines de febrero. Cuatro torneos y a la clínica. En 2015 lo intentó de nuevo y llegó hasta el Master 1000 de Miami. Cerró la temporada en marzo con una derrota en sets corridos ante el canadiense Vasek Pospisil.

Este año, Delpo venía a medias tintas. Volviendo con relativa continuidad, pero con muchas dudas en su tenis. Pegándole con temor al revés, sin forzar la muñeca y mal preparado físicamente. Según quienes conocen al dedillo su caso, la mano está bien, asintomática, pero en su cabeza aún le duele. Una tranca que no ha podido superar del todo. El resumen hasta antes de Río indicaba ocho torneos disputados y dos semifinales (Delray Beach y Stuttgart).

A los Juegos Olímpicos llegó sin entrenador, sin preparador físico y sin expectativas. Vio el cuadro, supo que jugaba con Djokovic en primera vuelta y pensó que al día siguiente iba a estar comiendo un asado con sus amigos en la playa. Pero se puso la albiceleste y jugó como en sus mejores días. Soltó el revés, sacó como los dioses y le pegó a la derecha solo como él sabe hacerlo.

Delpo tiene el mejor drive del mundo. Y en Río ha maravillado al mundo a punta de tiros ganadores. Volvió a ser el jugador que pintaba como candidato para pelear el número uno del mundo, el quinto fantástico junto a Nole, Federer, Nadal y Murray.

Si esta semana no hubiera habido Juegos Olímpicos, el tandilense probablemente no se habría reencontrado, de un día para otro, con su mejor versión. No se hubiese metido en la máquina del tiempo. Es que el torneo de los cinco anillos tiene algo mágico, inigualable, que saca lo mejor de ciertos deportistas. Igual como hace 12 años ocurrió con Nicolás Massú, protagonista de una escena nunca vista en la historia del tenis moderno.

Hoy fue el turno de Juan Martín del Potro cuya carrera no volverá a ser la misma. Aunque pierda esta tarde.