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La única experiencia válida en el estadio es la del espectador. Como periodista, y llevo 27 años en esto, uno siempre va al mismo lugar, se sienta con los mismos y a la larga termina escribiendo o diciendo las mismas estupideces. El paladar, de manera inevitable, se pone grueso, carente de sensibilidad.

Las vivencias del público son otras, se definen semana a semana y van acumulando decenas de historias y anécdotas. Las mías, bastante antiguas por lo que expliqué en el primer párrafo. Yo entiendo al espectador de los setenta, ochenta y un par de años de los noventa. Sigo en ese tablón astillado y azul. Soy como Borges, quien, al ir perdiendo la vista con el tiempo, fue reteniendo la ciudad remota y para él, tres décadas más tarde, Buenos Aires era la de 1950 y se había quedado estancada para siempre en ese momento.

En 1987 me fui de hocico corriendo para entrar a Santa Laura. Aterricé en un gran cuadrado de barro, propio de las anchas veredas del barrio. En la pasada, me robaron un billete de 500 de la chaqueta. Tenía una moneda de cien en el pantalón y con eso zafé de volver caminando. Alguna vez pisé un mojón saliendo del Nacional y la micro de regreso, llena obviamente, fue un festival de tallas por el perfume emanado desde mi zapatilla infantil. Hice una cola que llegaba hasta Avenida Grecia para poder entrar a un partido y hasta me colé en una remota noche de abril en 1983. Para la eliminatoria de 1981 llegué siete horas antes y ahí me quedé esperando el tiro libre de Carlos Rivas frente a Ecuador.

Me gustaba ese estadio. Era democrático, fácil. Acá galería, allá Andes y lejos, bien lejos, Pacífico. Los madrugadores se ubicaban en los codos y los tardíos quedaban frente a la reja. Todos apretados. Al revés, algún miércoles me fui de uniforme al Santa Laura para ver la Copa Polla Gol. Cuatro gatos, tres vendedores de café y el infaltable y fanático hincha de Palestino con bigote, sobretodo y paraguas.

Nunca fue un lugar confortable. Los baños siempre estaban sucios y en los sánguches nunca había palta y el jamón era una lámina invisible. Hacía frío o calor, jamás estaba templado. El tablón guateado y húmedo crujía cuando uno se sentaba. Pero era lindo. Asomarse por el túnel y ver el paño verde, ese inalcanzable césped donde jugaban los buenos, tenía un golpe de magia que nos hacía olvidar cualquier contratiempo o incomodidad.

Los estadios siempre fueron lugares sagrados, convocantes. Fui feliz en el Ferroviario de San Antonio, viendo una lejana Copa Chile en 1977, mientras Católica le metía cuatro a los morados y la brisa del mar repetía las sirenas de los cargueros. Un recinto sin baños en la galería, donde los jugadores se cambiaban en unas casitas, con líneas férreas y ruidos de trenes a un muro de distancia ¿Alguien fue al Municipal de San Miguel a ver a Magallanes? Una pura tribuna de palo y al fondo el hospital nunca terminado de Ochagavía como un templo del olvido. El Reinaldo Martín, El Bosque, quedaba lejos y casi siempre estaba vacío. En esos tablones escuché la mejor talla en mis 42 años de fútbol: se la dijo Zeca, puntero izquierdo de Atacama, a un hincha que lo acosaba. Éramos muy pocos, un momento estelar de la humanidad.

Esto de denostar los estadios y quejarse del mal olor me parece demasiado nuevo y extraño. Siento que quienes lo andan vociferando, porque son vivos y pícaros, no quieren en verdad al fútbol, no les interesa realmente. Son hinchas de sí mismos, los famosos hinchas de la hinchada. No ven el partido, se miran en un espejo imaginario y se encuentran lindos. Van al estadio para decir que fueron, a sacarse selfies, a gastar espacio. No son capaces de sentarse en la curva de La Cisterna y elogiar al puntero derecho de Ñublense o al líbero de Iquique, no disfrutaban de los álamos que daban sombrita en el viejo estadio de La Florida o del “tak” que suena en el vertical cuando un zurdo metió el balazo. Son demasiado inteligentes y sofisticados para eso. Modernos, millennials, 2.0, genios…