El Murray que todos llevamos dentro
Andy Murray, antes del 5 de noviembre de 2016, ya era un jugador legendario para Gran Bretaña. De hecho, ya se lo podía considerar por lo menos entre los 20 mejores de la historia por sus impresionantes logros, pero alcanzar el número uno del mundo, en la época que se enorgullece de tener la mejor generación de la historia por lejos, es una hazaña reservada, desde ahora, sólo para un cuarteto de superdotados.
Pero el camino de Murray a la cima es muy distinto al de Federer, Nadal y Djokovic. El de ellos fue explosivo, arrollador, implacable. El del escocés fue con extremada paciencia, paso a paso, construyendo ladrillo a ladrillo los cimientos de un logro que a pesar de todo su tenis y títulos tenía una cuota de incertidumbre por los 'monstruos' con los que tenía que luchar.
Murray no tiene ese tenis que enamora a primera vista, pero termina encantando porque todos los que no poseen el talento desmesurado de otras súper estrellas se pueden sentir identificados con él. Su receta tiene una parte de un inusual talento innato con la raqueta en la mano, pero también otra cualidad que es aún más escasa: una inteligencia suprema. A eso le sumamos perseverancia y humildad, y nos da como resultado un campeón.
Tuve la suerte de presenciar una pequeña parte de ese proceso de Murray, en sus orígenes, durante un Challenger disputado en Chile el 2005 en Santiago, que en una de esas quizá ni él recuerda, pero que sirve para ejemplificar a la perfección que nada es casualidad.
En aquel entonces el escocés tenía 17 años y estaba Top 5 del mundo en juveniles. ¿Qué hacía entonces viajando al extremo sur del mundo, en condiciones totalmente desfavorables, muy lejos de las pistas rápidas, para disputar una qualy en arcilla?
Esa pregunta me hizo acercarme a él después de un entrenamiento. Ya había perdido en la primera ronda de la qualy ante el chileno Felipe Parada y en dobles junto a Paul Capdeville, pero ahí estaba, trabajando duro bajo el fuerte sol en la Ciudad Deportiva de Iván Zamorano.
Me comentó que tenía una fuerte influencia familiar -era entrenado por su madre- que le hizo entender que para ser un tenista de elite debía ser un jugador completo. Y siempre trabajar más. Por eso la decisión de hacer un viaje tan bizarro para competir en las condiciones más incómodas posibles, cual guerrero que se prepara para una batalla lejana pero inminente.
Ahora es fácil decir que su camino estaba destinado a alcanzar el objetivo de ser el mejor de todos, después que lo vimos destrozar la sequía de 77 años de los británicos en Wimbledon, ganar de forma emotiva los JJ.OO. en Londres 2012, sumar más de 40 títulos en singles, tres de Grand Slam, y ganar prácticamente solo la Copa Davis el año pasado. Pero sólo era evidente para sus más cercanos que veían su trabajo de hormiga, siempre a la sombra de Federer, Nadal y Djokovic, listo para dar el zarpazo cuando llegara su hora, sin impacientarse y menos frustrarse. Para el resto, corría el serio peligro de sufrir la maldición de otros grandes como Michael Chang o Michael Stich, que fueron opacados por otras leyendas y nunca acariciaron el No. 1.
Federer fue el número uno de la elegancia, el juego bonito y la escencia del deporte blanco; Nadal fue el número uno guerrero, luchador y de la pasión dentro de la cancha; Djokovic fue el número uno todoterreno, de la perfección tenística y física; Murray es el número uno del pueblo, del obrero que lucha día a día por ser mejor y que vio cómo otros se llevaban las luces durante tanto tiempo, pero con tenacidad y sudor alcanzó finalmente el peldaño más alto. Lo hizo a través del camino largo, pero con el que cualquier mortal se puede sentir identificado.