Atenas 2004: la derrota que cambió la historia de la NBA
La liga de baloncesto norteamericana actual no puede entenderse sin lo que sucedió en los Juegos Olímpicos de Atenas 2004.
El 27 de agosto del año 2004 la selección argentina de baloncesto ganaba a la norteamericana por 89 a 81 en las semifinales de los Juegos Olímpicos de Atenas. Aquel partido quedó grabado en la historia de este deporte como la eclosión absoluta de la generación dorada de los argentinos, que rematarían la hazaña con el oro en la competición, pero es posible que nos hayamos quedado cortos a la hora de evaluar lo que significó para la historia de la NBA aquella derrota. Cual aleteo de mariposa (concedo que sea aleteo de dragón poderoso, temible, albiceleste) que provocó huracanes devastadores, tiempo después, y que han dejado un panorama que en nada se parece a lo anterior a aquel 27 de agosto.
El día después del punto y final a la catástrofe en que se había convertido la selección USA de baloncesto, Jerry Colangelo, considerado el Señor Lobo por la federación nacional estadounidense, cogió los mandos absolutos del proyecto, erigiéndose en único responsable final de todo lo que sucediera con la selección. Y tomó una decisión crucial: el que quisiera jugar en ella debería comprometerse a estar tres años, lo que cubriría un ciclo olímpico y mundialista. En esa exigencia está el germen de la NBA moderna.
Aunque presentes en los duelos y quebrantos de 2004, LeBron James y Dwayne Wade no dejaban de ser unos adolescentes que actuaban de comparsas ante los Allen Iverson y Stephon Marbury, amasadores del balón y los focos a partes iguales. Para 2006, esto había cambiado de forma radical; junto a James y Wade, Carmelo Anthony se erigía como el gran jugador FIBA que estaba llamado a ser y Chris Bosh comenzaba a formar parte del grupo.
Ya sé, ya sé que perdieron en semifinales del Mundial 2006 frente a Grecia, en un favor que los seguidores de la selección española hemos de agradecer eternamente, pero la dinámica había cambiado. El punto de inflexión había pasado. Y, lo que es más importante, los lazos de amistad y compañerismo, el deseo de jugar juntos, el placer de verse del mismo lado de la cancha, se convirtió en una obligación veraniega para esta gente.
Tal y como era mandato de Colangelo, esa misma selección estuvo en Pekin en el 2008 y se colgó el oro. No han vuelto a perder un partido desde aquel de Grecia, pero si alguna vez estuvieron realmente cerca fue contra España entonces, y aquellos chavales descubrieron que ni siquiera con su inmenso talento el ganar es algo asegurado.
¿Se puede entender, entonces, que LeBron James, harto de perder en Cleveland, decidiese en el verano de 2010 ir a jugar con sus amigos, sus compañeros, sus compadres en la victoria olímpica, Dwayne Wade y Chris Bosh porque ya había probado las mieles de la gloria junto a ellos? La respuesta resulta evidente. Las llamadas de teléfono que ahora sabemos que se produjeron. Las conversaciones. Quién sabe la de horas planeándolo en habitaciones por todas las esquinas del planeta.
Cuentan que Kevin Durant trabó especial amistad con Andre Iguodala en el Mundial de Turquía de 2010 que, perdón por la exageración, ganó él sólo. En aquel equipo estaba también Steph Curry. Era un equipo menor. Los héroes de 2008 habían cedido su espacio y los jóvenes parecían abocados a una mala experiencia. Durant los salvó a todos. Sin pestañear. Tenía 21 años. Dos años después tanto KD como Iguodala coincidirían de nuevo en el equipo que fue a Londres, y ambos formaron un grupo diferente, ajeno, al de los Kobe, LeBron o Carmelo. Por razones de edad, por entendibles motivos de cercanía con el anterior Mundial
¿Qué peso tuvo eso en que Durante decidiese firmar con los Warriors el verano pasado? Seguro que no fue lo más importante, ni cerca, pero seguro también que no fue irrelevante. Draymond Green, lo sabemos, es un bocazas y fue el que dirigió los esfuerzos personales para convencerle, pero Iguodala y Curry ya le conocían, ya habían desayunado con él, ya habían compartido noches prohibidas en Turquía.
Chris Paul coincidió por primera vez con James Harden en esos mismos Juegos Olímpicos de 2012 de Londres. El miércoles pasado orquestaron un complejo traspaso para poder jugar juntos. A Carmelo Anthony lo llaman cada poco sus amigos a ver qué hay de lo suyo, a ver si puede unírseles. Paul George, otro héroe veraniego, más aún al ver todos sus compañeros en directo como se partía la pierna, está sonando en todos los rumores que tienen implicados a jugadores de esa selección.
La NBA vive un periodo, abierto en el año 2010 por los Miami Heat, en el que las grandes estrellas quieren juntarse para ganar. Es algo que miembros de pasadas generaciones y seguidores veteranos por igual miran con extrañeza y pesar. No lo de ganar, que eso lo ha querido todo el mundo siempre por igual, sino lo de tener que juntarse, lo de unirse al enemigo en vez de batirlo. Aunque esta simplificación es absurda y esconde muchas mentiras, lo cierto es que hay algo en las nuevas generaciones que sí que les distingue de los anteriores y que sirve para explicar este fenómeno: son amigos y juegan juntos en verano.
No es poca cosa. El poder que las emociones tienen en los individuos se suele dejar de lado a la hora de explicar fenómenos como éste. Y es un error. Los actuales jugadores de la NBA han tenido en la selección un banco de pruebas precioso para ver que tal encajan, y la experiencia les ha gustado tanto que quieren convertirlo en su forma de vida rutinaria. A poco que se tenga empatía, es imposible culparles por ello.