Ríos, una estatua que se descascara
"Como dice mi amigo personal Diego Armando, que la chupen todos ustedes, porque no hablo con ningún periodista", afirmó Marcelo Ríos este miércoles en el Estadio Nacional, luego de esperar él a los medios y ser consultado por la serie de Copa Davis entre Chile y Ecuador.
"Que la sigan chupando", reiteró después cuando le consultaron sobre un partido ante Andre Agassi para celebrar los 20 años de su consagración como número uno del mundo. Una idea que ya cuenta con el apoyo de la periodista Pauline Kantor, quien asumirá como nueva ministra del Deporte a partir de marzo.
Ésta vez no hubo provocación de por medio. Tampoco una pregunta incómoda como las que ha respondido en varios programas pagados. Ríos, como el autor de la frase que eligió usar, simplemente decidió que hoy era un buen día para disparar contra su blanco predilecto, y poner a prueba su condición de intocable.
Desde hace un tiempo, pasa en Chile con Ríos algo similar a lo que ocurre en Argentina con Maradona. Como que en el aire está la sensación de que le debemos algo. Que nos entregó una alegría, un momento único, una sensación incomparable y que, a cambio, el país, incluido el periodismo, le debe corresponder con una lealtad eterna, con un respeto absoluto.
El problema está cuando el ídolo pone demasiadas veces a prueba ese fanatismo. Cuando cruza la línea de forma reiterada y decide agregar a su colección de trofeos y momentos exitosos una cantidad similar de situaciones incómodas, polémicas y decadentes, tan comunes en el resto de los mortales.
Hace unos meses, Marcelo Bielsa fue consultado sobre una frase de Maradona. Así respondió. "Le debemos tanto a Diego que, diga lo que diga, yo nunca me dispongo a expresar coincidencia o disidencia. Siento la obligación de escuchar y respetar, más que escuchar y opinar", dijo el Loco con una maestría absoluta para ubicarse en la otra vereda.
Pienso en una frase así como un respuesta para Ríos.
Quizás sea ese el camino que debemos seguir con él de aquí en adelante. Dejarlo ahí, en silencio, congelado en una imagen de 1998 ó 1999, y no seguir asistiendo al triste paso del tiempo, a ese espectáculo masoquista de ver cómo una estatua bañada en oro comienza a descascararse hasta mostrar lo opaca que es por dentro.