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Sería interesante que físicos expertos en mecánica estudiaran la acrobacia de Jean Meneses que finalmente le valió el triunfo a Universidad de Concepción sobre Colo Colo. A diferencia de eximios simuladores como Enzo Francescoli o Alberto Federico Acosta, quienes cruzaban una pierna detrás de la otra para "autotropezarse", Meneses no necesitó de estímulos externos para imitar una caída convicente y artística. Cayó como si hubiese estado parado sobre un limpiapié y alguien se lo tirara violentamente. La caída produjo un retumbe similar al de un saco de papas y fue un ejemplo magnífico para la folklórica expresión "de espalda el loro".

Los dardos de los colocolinos, con Pablo Guede a la cabeza, fueron contra el árbitro Héctor Jona. Incluso, piensan que existe un complot orquestado. El juez Jona no anduvo bien y, para colmo, en uno de sus malos días se cruzó con un eximio tramposo que lo hizo caer en su juego. Perdónenme, pero hasta Pierluigi Colina "compraba" ese penal.

Tras el partido, Jean Meneses decía con la cara llena de orgullo: "Jugué con la viveza y me dejé caer". Una frase que está en la misma categoría de "me dieron vuelto de sobra en el almacén y me lo guardé", o "no pagué el pasaje en el Transantiago".

La cultura de la trampa entró fuerte en nuestra sociedad. No sólo en el fútbol, si no que en todos los ámbitos. Es cosa de ver el descalabro de la oficialidad de Carabineros, las colusiones entre farmacias, entre productores de papel higiénico, los sobresueldos, el financiamiento ilegal de las campañas políticas y un largo y vergonzoso etcétera.

Algunos vecinos argentinos, a quienes por estos lados se les imita más lo malo que lo bueno, sienten orgullo supino por la "mano de Dios". Lamentablemente, aquella jugada eclipsó la mejor actuación individual de un futbolista en la historia de las copas del mundo. Y así con varias cosas más. Hubo un equipo apodado los Pincharratas, que es más recordado porque le clavaban alfileres en el trasero a los rivales que por las Copas Libertadores que ganaron.

Quizás un futbolista criticado por simular se justificará diciendo que debe mantener la categoría de su equipo, asegurar el sustento familiar, darle una alegría a la hinchada y varias cosas más. Es triste, porque significa que los valores están trastocados.

Tan triste como ver el orgullo evidente de Meneses al confesar su trampa fue oir al técnico Francisco Bozán: "Hace años escuché decir que el fútbol es un deporte de mentirosos. El delantero tiene que engañar al rival para superarlo. Y el defensa no se tiene que dejar engañar". La retórica, pese a lo rebuscada y al tono académico empleado, es mala. Tanto que ofende la inteligencia de los hinchas y, aún peor, no condena la trampa. El regate, la cachaña, la finta, el amague y la pantalla no son una mentira. Muchas veces son un arte. Si no, el boxeo, el tenis, el hockey, el automovilismo y el 90 por ciento de los deportes serían una oda a la mentira.

La idea era que el bochorno del Cóndor Rojas en Maracaná ayudara a erradicar la trampa. Que los piscinazos del Murci Roja en los instructivos FIFA sobre simulaciones provocaran vergüenza ajena. Pero no. Tras el partido de la Universidad de Concepción y Colo Colo, hubo un par de piscinazos burdos y torpes en otros partidos: uno de Mazzolla (O'Higgins), que terminó en autogol de Bruno Romo, y otro de Pablo Aránguiz (Unión Española) ante la UC.

El día que el fútbol dejó de ser un juego y se convirtió en una gigatesco negocio, comenzó a pudrirse. La sanación está en regresar a los valores, en respetarlos. Ni piscinazos, ni alfileres, ni mojar la cancha, ni cortarle el agua caliente al visitante, ni el empresario dueño de dos o tres clubes, ni las cuentas off shore en las Islas Vírgenes, ni el representante que corta dos o tres cometas, ni boletas o facturas ideológica y deportivamente falsas.

Que gane el mejor. Pero no a toda costa ni a como dé lugar. Que gane el que juegue mejor.