Hernández
La ley del más fuerte
Las declaraciones tras lo ocurrido en el CDA están de más. Lo que importa es la toma de conciencia, asumir que los problemas de seguridad están asociados a raíces más profundas y deben ser una cuestión de Estado. El fútbol es solo un pretexto.
La balacera del CDA no es un hecho aislado, ni culpa de Azul Azul por dejar entrar a 76 barristas y simpatizantes a un entrenamiento, ni relevante porque derivó en agresiones a un canal deportivo. Menos importa que Johnny Herrera y Esteban Paredes se hayan enfrascado en dimes y diretes y reducido el incidente a un presunto choque de hinchadas o declaraciones desafortunadas. Acá, el asunto de fondo es la existencia de grupos delictuales que actúan sobre la ley poniendo en riesgo, consciente e inconscientemente, a terceros mediante el uso de la fuerza y enarbolando una seudo causa deportiva.
El caso entristece y preocupa. Pero es parte de un contexto amplísimo. Basta tener un mínimo de sentido de la realidad para darse cuenta que los esfuerzos de los últimos gobiernos y más allá del trabajo de las policías, planes como Estadio Seguro y e incluso la labor de algunos clubes que trabajan bien su relación con los hinchas como Universidad de Chile, son insuficientes. La herida es muchísimo más profunda, multifactorial, de rasgos sociológicos. Tiene que ver con la desigualdad, falta de oportunidades, acceso a la educación, hogares disfuncionales, políticas reales de reinserción entre quienes delinquen y un largo etcétera.
La filiación de los grupos más vulnerables, de riesgo social, respecto del fútbol y sus barras tiene distintas vertientes. Un rango que se expresa desde el natural gusto por el balompié, pasando por la válvula de escape que representa para grupos carenciados identificarse con un club, hasta el estatus que otorga acceder al poder dentro de un grupo organizado como una barra brava. Ahí, en la cúspide del fenómeno, la frontera se torna difusa porque si bien estas asociaciones responden a una motivación plausible, en los hechos tienen enquistadas facciones radicalizadas que, en algunos casos, validan la violencia o están dispuestas a sobrepasar la ley con tal de acceder a la cuota de poder. El punto es quién aborda en serio el tema. ¿Quién identifica los riegos? ¿Cómo se regulan los liderazgos en estas agrupaciones? ¿Cuáles son los límites? Hablamos de un problema de muy difícil resolución porque las raíces no están en el fútbol, que es el pretexto, el origen, radica en la desigualdad de la sociedad que hemos construido.
En los casos más extremos, cuando hay enfrentamientos explícitos entre barras antagónicas o cuentas pendientes entre bandos internos que se arrogan la representatividad y liderazgo, el resultado es nefasto. Porque hablamos de adultos con total capacidad de discernimiento, por lo general, en rebeldía con el modelo, con la sociedad y dispuestos a todo. Indignados que en medio de una evidente distorsión ponen el fútbol y la defensa de un escudo como bandera de lucha. En el oscuro trasfondo subyacen otros incentivos, una tóxica mezcla de poder, liderazgo, ego y dinero. La ley del más fuerte.
Corregir o mejorar esta realidad impone un compromiso país, una decisión de Estado, con mayores énfasis sociales, pero también del mundo privado. El ex presidente de la ANFP, Ricardo Abumohor, hablando en ICARE hace algunos años, les hizo ver a otros empresarios que con voluntad y menor ambición la cancha se podía emparejar y el país salir del subdesarrollo.
Cargarle al fútbol la balacera del CDA no es justo. No hay diferencia entre una quita de droga y, por ejemplo, el robo a balazos o cuchillazos de un lienzo. El fondo es el mismo. Los clubes y la ANFP han avanzado en la seguridad en los estadios, pero quedó demostrado que no es necesariamente extensiva a otras zonas de Santiago. Hay trabajo por delante y la inteligencia policial sobre la materia debe hacer un upgrade con urgencia.