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La Copa Davis ha muerto

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La ATP logró muchas cosas importantísimas para el tenis: instalarlo como un deporte global, con presencia en todo el planeta, sólido y solvente, con grandes estrellas y una organización que varios otros deportes imitaron para alcanzar la figuración planetaria. Hubo una sola cosa que la ATP quiso hacer y nunca pudo lograr: crear un evento tan mágico y espectacular como la Copa Davis.

El ordenado circuito ATP, con premios y puntos establecidos, un ranking que regula accesos y torneos categorizados adecuadamente, no ha podido ir más allá del orden y la pulcritud de lo racional para acceder en la magia de lo clásico. Una metáfora para entenderlo: un torneo ATP equivale a Las Vegas y la Copa Davis es Nueva York.

La Copa Davis tiene un formato viejo, es una competencia dura, muchas veces injusta y tremendamente complicada. Por eso mismo gusta tanto. Por eso los tenistas ansían ganarla a cómo dé lugar y se convierte en una obsesión. Porque en la Copa Davis no basta solo con ser bueno para el tenis. Puedes contar con dos tenistas Top 10 y tener que jugar en India, con calor, pasto rapidísimo y público bullicioso. O en Canadá, con temperaturas más bajas que las de un freezer y jugar en un suelo de goma ante insignes sacadores donde no hay opción de devolver un servicio. O en Quito o Bogotá, con bolas pinchadas a 2.600 metros de altitud que complican hasta el cálculo de un joyero. La lucha es tremendamente desigual y no solo por la calidad de los jugadores. Nada está garantizado de antemano y, debido a eso, surgen esas historias tan lindas de contar, muchas veces con rasgos homéricos, y que tanto atraen.

En un deporte excesivamente individualista, el formato de Copa Davis logra que egocéntricos jugadores sumen fuerzas por un equipo que representa a un país y a su gente. Todo el año escuchan al umpire "cantar" su nombre, pero en la Davis la ventaja, el juego, el set y el match son de todo el país y no de él mismo. Esos equipos pueden reunir por un bien superior a dos tipos que se odien a muerte. O si no pregúntenles a Vilas y Clerc o a McEnroe y Connors. Además, el torneo de la Ensaladera de Plata tiene algo que ningún otro certamen posee: la regla de público partidario. El fanático es protagonista como en ninguna otra disciplina.

Todo eso, que para algunos es lindo, mágico e inigualable, se va a perder.

La ATP intentó replicar la Copa Davis, pero nunca tuvo éxito. La Copa del Mundo por Equipos de Dusseldorf fue un mal intento, con un formato muy parecido al de la Copa Davis de Piqué. Chile la ganó dos veces, fue hermoso, pero el logro no le llegaba ni a los talones a la final de la Copa Davis de 1976 de Jaime Fillol, Patricio Cornejo y Belus Prajoux.

La única vez que vi realmente feliz Marcelo Ríos después de un partido fue para una Copa Davis. Chile 3-Argentina 2, en el Estadio Nacional, en 1997. Radiante y dicharachero como nunca antes ni nunca después se le vio al Chino en sus buenos tiempos como tenista. Y Hans Gildemeister alcanzó ribetes de ídolo del deporte chileno en una serie de Copa Davis de permanencia en Zona Americana ante un jugador de ranking regular. Porque el día que el periodista Florindo Maulén bautizó como "Biónico" a Hans, su lucha y esfuerzo fueron sublimes y generaron en el inconsciente colectivo la impresión de que Canadá era una potencia del mundo y que Glenn Michibatta era un segundo Michael Chang.

La nueva Copa Davis no solo no rescata, si no que borra toda la mística de la Copa Davis. El precio de esa magia tal vez sea mayor a los 3 mil millones de dólares con que Gerard Piqué y su grupo inversor encantaron a la ITF. Y sin ese ingrediente mágico, el torneo deja de ser lo que es y siempre fue durante 118 años.

Ya no será la Copa Davis. Mejor que le cambien el nombre. ¿Copa Piqué, tal vez?