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Triste final para Saavedra

Mayo de 2008. Los mejores tenistas del mundo se dan cita en Paris para disputar una nueva versión de Roland Garros. Nadal, Federer, Djokovic, Fernando González y decenas de jugadores desfilan por las instalaciones de la federación francesa de tenis en Bois de Bulogne. La primera semana ofrece una amplia cartelera en las canchas secundarias y miles de personas caminan con dificultad por el recinto buscando el partido de mayor interés o simplemente donde hay cupo en las tribunas. 

Entre la multitud aparece de improviso un segundo chileno: Cristóbal Saavedra. Había llegado para jugar la categoría juvenil durante la segunda semana. Llevaba consigo dos bolsos, uno muy grande. En su interior una pesada y anticuada máquina de encordar para ahorrar y ganar unos pocos euros haciéndole las raquetas a sus rivales. Era su única forma de tener dinero para comer. Nunca fue fácil para él. 

Después de hablar un rato al borde de la cancha 18, algo avergonzado, me preguntó si podía decirle a Fernando González que le prestara 600 euros. No tenía un peso y le quedaban tres semanas de gira antes de regresar a Chile. Al ser un junior Cristóbal no tenía acceso al court Philippe Chatrier donde transitaban los profesionales. Con el tiempo me enteré que Fernando le pasó una cifra mayor y nunca se la cobró. 

Saavedra fue un destacado tenista juvenil al punto que clasificó por derecho propio al abierto francés, pero nunca tuvo apoyos significativos y, además, debió sortear la prematura muerte de su padre. Ya como profesional, cada año en el tour fue una experiencia extrema, de supervivencia, donde la ecuación de progresar, de mejorar en el ranking y estar financiado nunca terminó de resolverse. Su caso y los de Guillermo Rivera y Ricardo Urzúa son muy similares. Jugaron muy bien al tenis, pero su sueño colisionó frontalmente con los costos asociados. 

Coincidentemente y después de casi una década como profesionales, Saavedra, Rivera y Urzúa figuran retirados y prácticamente sin patrimonio. En casi 10 años, todo lo que ganaron lo reinvirtieron en sus carreras, ninguno logró ahorrar para comprar una propiedad o un auto, ni siquiera eran sujeto de crédito en la banca. ¿Por qué? Eran protagonistas de la cara menos mediática y visible de este deporte. Esa transición donde se pierde plata siendo tenista. 

Tanto Saavedra como Rivera estuvieron cerca de pegar el gran salto. Ambos lograron meterse entre los 300 mejores del ranking ATP y ser nominados a la Copa Davis. Lamentablemente, no pudieron dar el paso siguiente y se mantuvieron en un ambiente complejo, permeable, como el de los futuros donde se gana poco y está lleno de terceros anónimos apostando y endosándole a los jugadores -muchas veces en los peores términos- la responsabilidad de ganar o perder un partido. Esta vez la fiscalización tocó a Saavedra y lo pagó extremadamente caro. No colaborar en la investigación es un concepto demasiado ambiguo. Y su castigo, una desproporción. Amañar partidos, es distinto, y no es el caso. 

No se sabe pero el tenista de La Ligua fue, además, multado en 8 mil dólares tras un proceso de un año y medio que lo obligó a contratar un abogado y defenderse en Miami. Esta información nunca trascendió. Saavedra nunca ganó 8 mil dólares en un torneo. 

Recién este año, la ATP y la ITF acordaron un cambio para sincerar el circuito, separar los rankings y, en el papel, mejorar las condiciones de los jugadores. Un paso preliminar, pero todavía insuficiente. Los futuros deben mejorar aun más sus premios y proteger con mayor determinación a los jugadores que se ven acosados por apostadores inescrupulosos. Los que vendan sus partidos, que paguen. Pero aquellos que no supieron qué hacer ante una avalancha de propuestas, presiones y amedrentamientos y, en paralelo, ganando dos chauchas, no pueden pagar los platos rotos. Si al fin de cuentas, muchas entidades deportivas también son auspiciadas por las casas de apuestas. 

Pobre Saavedra no fue el final que merecía su carrera.