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El fútbol se ha convertido en una actividad de alto riesgo. Para los que juegan. Para los que trabajan. Para los que asisten. Para todos. Para todas. Estamos todos de acuerdo en eso. Y si estamos todos de acuerdo, ¿por qué no se toman medidas?

Sospechas varias, certezas pocas.

La buena fortuna ha impedido que algunos episodios no se conviertan en tragedias. O la mala puntería, si se quiere poner desde esa perspectiva. Porque en el clásico entre Colo Colo y la Universidad de Chile lo que cayó a la cancha fue una cortapluma, un arma blanca, un artefacto que pudo impactar en alguno de los protagonistas con consecuencias terribles.

El partido se siguió jugando, como si nada pasara.

Y en las tribunas también hay alto riesgo. Porque desde un sector a otro lanzaron bengalas y fuegos artificiales. Porque se apedrean los buses de los equipos contrarios, se agrede a las dirigentes, simpatizantes, vayan solos o acompañados.

Y el partido se siguió jugando, como si nada pasara.

La situación se complejiza porque no hablamos de un hecho aislado, ni en forma ni fondo. No es que el fútbol sea la única actividad agresiva y violenta en medio de un clima bucólico y pacífico. Más bien suele ser al revés. Termina siendo el reflejo de procesos que están incubados, arraigados y que explotan y estallan a menudo en manifestaciones sociales y masivas. Como los partidos de fútbol. Abordar ese núcleo es perentorio, no como simpatizantes de este juego o profesionales que orbitamos estas disciplinas. Como ciudadanos, si se quiere. No podemos pretender que la violencia desparezca de las canchas si está en todos lados.

Pero esa visión más panorámica y amplia no puede ser vista como una muralla de oposición a acciones reales y concretas que brillan por su ausencia. Ya el 2022 se disputó el campeonato con más duelos suspendidos en los casi 90 años del fútbol profesional en Chile. Ya cuesta muchísimo encontrar escenarios donde albergar un partido. Ni pensar en construir nuevos recintos porque los vecinos, con razones más que atendibles, se opondrían con fiereza a que turbas lleguen, semana a semana, a vulnerar sus espacios. Porque no tenemos respeto por los espacios públicos y tampoco por los espacios privados.

Y es difícil avanzar en cualquier discusión cuando vemos desidia en quienes toman decisiones o el permanente juego de la teoría del empate. “Y como el otro, la vez anterior, hizo lo mismo”. Terrible debate, que no sólo baja la vara, sino que lanza el listón a piso sin posibilidad de avanzar.

Ir al estadio es una decisión difícil. Los que juegan y trabajan están obligados a asistir. No hay chance. Pero también es complejo para quienes acuden voluntariamente. Para todos o casi todos, menos para quienes se proponen arruinar un espectáculo, con fines desconocidos, protecciones misteriosas y permisos blandos. Porque los únicos que van siempre al estadio, siempre, son los violentos. Esos no se pierden duelo alguno. Con aforos reducidos, con pocas entradas, con tickets caros, en Chile o el exterior, siempre están. Un peculiar estilo de fidelidad.

¿Cómo lo hacen?