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De lo posible se sabe demasiado

Me crié en el estadio La Granja de Curicó. Mi abuelo, Osvaldo Arcos Méndez, fue por décadas dirigente de un club que en ese tiempo intentaba mantener la línea de flotación, sin conseguirlo siempre. Me llevaba al estadio desde antes de aclarar mi memoria. Entraba al vestuario, viajaba con los jugadores, lo acompañaba a las reuniones de directorio. Ir a la cancha era un rito familiar, miembros de una misma tribu. Esperábamos en el paradero de la esquina de San José con Peña, en el corazón de la población Santa Inés, el recorrido Guaiquillo-Sol de Septiembre que nos dejaba después de casi treinta minutos en la puerta del estadio.

Ilusamente traté de entablar un diálogo con un exponente de la policía twittera sobre el amor que uno siente por un club que nunca ha ganado cosas importantes y que probablemente nunca lo haga. En los tiempos del deportivo ganar, en los tiempos donde lo relevante es sumar likes y seguidores, alentar con fervor a un equipo de fútbol que nunca ha salido campeón, que ha jugado pocos años en Primera División, que por primera vez accede a una fase previa de un torneo internacional, es difícil de comprender para quien argumenta Copas para sustentar su fidelidad con el club de sus amores. No se trata de hacer un ranking sobre cuál amor es más fidedigno. Se trata de que el contrario comprenda que cuando has tenido poco, cuando no has tenido nada, no requieres de vueltas olímpicas para ser feliz. Simplemente te basta con existir. Con ser parte de la fiesta.

Todos queremos ganar. Todos. El fútbol es un deporte de competencia. La pregunta es qué hacemos con el material que nos deja la derrota. Algunos cantan que se vayan todos. Otros alentamos con más fuerza. Ni mejores ni peores. Distintos.

Hoy Curicó Unido suma una serie de derrotas consecutivas. Algunos hablan de crisis. Y el periodista deja el teclado y el micrófono a un costado y recuerda ese partido contra Deportes Victoria, cuando aún no tenía diez años, donde no habían más de cincuenta personas en el estadio, contando a los 22 que jugaban. Y recuerda el día en que el rival no llegó y se jugó un amistoso con los integrantes de un circo que habían instalado su carpa en el mismo recinto. Y rememora los años en Tercera División, la final perdida con Ñublense y recuerda, cada día, al abuelo que lo llevó a la cancha, que le contagió el amor por esos colores y que falleció meses antes de conseguir el primer ascenso con el equipo de Marcoleta.

A lo largo de los años me han criticado cientos de veces por reconocer mi amor por Curicó Unido. No me defiendo. Soy culpable, sin miramientos.

En los tiempos de las sociedades anónimas deportivas, seguir siendo un club que pertenece a sus socios, a sus hinchas, remando contra toda la corriente, reduciendo un potencial presupuesto por esta decisión, termina siendo una bandera lucha, un ejemplo de resistencia. No es un club modelo ni en lo administrativo ni en conducta. Hemos visto algunos episodios nefastos protagonizados por gente que usa la misma camiseta que uso cuando juego a la pelota. Y se critica con vehemencia, con decisión, por respeto a los miles que se comportan de otro modo y que convirtieron un club de provincia en un bastión de aliento.

Cuando era niño los chicos de la ciudad pedían camisetas blancas, azules, cruzadas, naranjas. Hoy piden camisetas albirrojas. Esas son nuestras vueltas olímpicas.

Por Mario Muñoz, por su hijo Damián, por Luis Martínez (el más grande de todos), por Luis Marcoleta, por Franco Bechtholdt, por el Lechuga, por Walter Segovia, por Pablo Helmo, por el Pony García, por Luis Vásquez, por Mauro Quiroga, por Alfredo Abalos, por el ‘Paragua’ Riquelme. Por los que están y sobre todo por los que no están. El 26 de febrero de 1973, hace exactos cincuenta años, un grupo de hinchas fundaron un equipo de fútbol llamado Curicó Unido. Don Osvaldo fue uno de esos cinco soñadores. Donde quiera que esté, debe reírse cuando escucha hablar de crisis.

La suerte existe. Si tienes suerte te toca nacer en una buena familia, donde te crían con amor. Si tienes suerte te educan en colegios donde lo importante no es el resultado sino el camino. Y si tiene mucha, pero mucha suerte, naces en la ciudad que cobija al equipo más lindo del mundo. A mí me tocaron todas las anteriores.