¿Dónde estabas tú?
El 14 tomó la pelota con ambas manos, con fuerza, como si quisiera traspasarle energías positivas a su lanzamiento. Besó la esférica y la instaló en el exclusivo punto blanco que indica el sitio de la pena máxima. Levantó sus brazos al cielo. Quienes lo conocen saben que ese gesto denotaba una plegaria. Sin sacar la vista de la pelota le pegó con fuerza inusitada y esta comenzó un recorrido eléctrico, elevándose hacia el rincón de la portería contraria. Tiempo después ese tiro fue considerado como el “penal perfecto”. En ese momento Matías Fernández sólo pensaba en derrotar a Romero. Fernández, un chico tímido, de pocas palabras y escasos gestos, gritó el gol como ningún otro en toda su carrera.
Al borde del área el portero chileno miraba la escena con muchos testigos alrededor pero en total soledad. Cuando vio la pelota inflando la red sintió en su fuero interno que esa definición no la podían perder.
El 14 se abrazó con sus compañeros que lo esperaban entre vítores. Creyente, como pocos, le confesó a sus cercanos que él le pegó fuerte y abajo pero una fuerza misteriosa elevó la pelota hasta encajarla en ese lugar imposible.
Gol argentino del mejor futbilista del mundo. Era el turno del 8, el mismo que estuvo a punto de perderse ese partido por errores propios, cuando protagonizó un accidente automovilístico en pleno campeonato. Esa noche le pidió perdón a sus compañeros, acompañado de más de alguna lágrima. Arturo Vidal sabía que la mejor disculpa era anotar ese penal. Le pegó fuerte. Abajo. El larguilucho portero rival alcanzó a rozar la pelota pero no lo suficiente como para evitar su destino de gol.
El 9 argentino había tenido la chance de evitar esta tanda de penales un minuto antes del final del suplementario. Su tiro levemente ancho ahogó el grito de gol que ya tenía preparado. Esta vez, desde el punto penal, tenía la oportunidad de resarcirse, pero su ejecución se fue demasiado alta, provocando el delirio de un estadio repleto que en casi cien años nunca había visto a su equipo campeón.
La primera vez que Charles Aránguiz lanzó un penal en su carrera lo perdió. De ahí en adelante había mejorado su técnica y no falló nunca más. Le pegaba fuerte. A veces a la izquierda, otras a la derecha, arrastrado, por alto, pero fuerte. Repitió la dosis y no falló.
El capitán de Chile, el arquero más importante de todos los tiempos, alzó la voz un año antes luego de que perdieran en tanda de penales ante Brasil en el Mundial. Le dijo a sus compañeros que el próximo desafío era la Copa América, que se jugaba en suelo nacional, la oportunidad propicia para ganarle a la historia. Cuando Ever Banega le pegó a su izquierda, Claudio Bravo sabía que llegaría al balón. Lo detuvo. Era el penal atajado más importante de su carrera hasta ese minuto. No sabía el de Viluco que un año después estaría atajando otro penal, ate el mismo rival, para gritar campeón otra vez.
El paseo de Alexis Sánchez desde la mitad de la cancha al punto del penal me pareció infinito. En ese tránsito recordé el niño que fui en 1987, cuando Chile perdió ante Uruguay la final de este mismo campeonato. Lloré con rabia por perder otra vez. Mi padre me consoló, secó mis lágrimas y me dijo que algún día nos tocaría ganar. Y yo estaba ahí, en el estadio Nacional, trabajando, esperando que el 7 de Chile lanzara el penal que podía torcer ese maleficio. Alexis la picó, suavemente. La pelota entró lenta. Como no, si se demoró 99 años en ingresar a la portería para que Chile fuera campeón.
Mientras el público celebraba me fui. Bajé las escaleras del Nacional y llamé a mi padre. Tenías razón papá. Algún día ibamos a ganar. Ese día había llegado.
¿Dónde estabas tú cuando Chile fue campeón de América por primera vez?