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El crack del pasaje

Cuenta Claudio Arzeno, exjugador de Independiente, que siempre tuvo claro que sus aptitudes futbolísticas no eran demasiadas. El Placo era un zaguero voluntarioso, que corría hasta la última pelota, rústico con el balón en los pies, con un respetable juego aéreo. Cuenta Arzeno que una vez le comentó esto mismo a su entrenador de turno, nada menos que César Luis Menotti. Y el Flaco lo sorprendió con su reflexión. “Si usted llegó a jugar en Primera de su club, si jugó en Primera División de su país, es porque usted era bueno. No sólo era bueno, era probablemente el mejor de su barrio, de su calle, el mejor del secundario. Para ser futbolista profesional, hay que ser bueno”.

Razón tenía Menotti y quienes nos acercamos al fútbol desde el rol de testigos, no podemos olvidar esta sentencia. Puede ser mejores o peores, pueden tener algunas capacidades más destacadas que otros, pero el que llega a jugar es porque es bueno, bueno de verdad. A partir de ahí las carreras se conducen por diferentes rutas. Es clave el trabajo de quienes moldean al chico que llega a jugar porque es, como el Polaco Arzeno, el mejor de su calle, de su pasaje, de su curso, del colegio. Entrenadores que forman, entrenadores que conducen, entrenadores que mejoran.

¿Significa esto que basta con ser bueno para la pelota? Obviamente que no. En el vagón siguiente se suben los mejores y a veces esta calidad no está sólo en la capacidad técnica, sino en la voluntad, los objetivos claros, la mentalidad, la resiliencia y una serie de aspectos que se trabajan durante años para llegar a jugar, un día, en la Primera de cualquier club.

Vivía en el pasaje H de la población Guaiquillo en Curicó. Sigue viviendo mi madre en la misma casa. Pichanguear era el verbo de cada tarde. Todos. Simulacros de cancha en cualquier lugar. Equipos disparejos, siempre faltaba gente, así que todos éramos titulares. Entre ellos, Cachete.

Era mayor que nosotros. Ya trabajaba como repartidor de gas. Cachete tenía siempre plata para comprar bebidas y cigarros. Nos parecía un acaudalado. Era bajo de estatura, la tez muy morena, la sonrisa amplia, hombros escogidos y las piernas arqueadas, como un alicante. Cachete jugaba poco, pero cuando jugaba era un deleite. “Déjenme sólo atrás, ustedes esperen arriba, que la pelota les va a llegar”, nos decía. En tiempos en que no nos importaban los diseños tácticos, ni las líneas de cuatro defensores, la presión alta o el pie educado, jugar en el mismo equipo de Cachete era una bendición. No corría mucho, pero sabía correr. Llegaba siempre un segundo antes. Jugaba con elegancia y precisión. Todo era fácil para él. Levantaba la cabeza y empezábamos a correr porque nos ponía el balón un metro adelante. Si convertíamos, era gracias a su asistencia. Si lo perdíamos, era culpa nuestra.

Terminamos la enseñanza media y nos desperdigamos. Entre estudios, trabajo, parejas, las pichangas fueron heredadas por los más chicos del pasaje. Cachete ya no jugaba con ellos.

Un día Cachete, de no más de veinticinco años, sufrió un infarto mientras trabajaba. Murió en el acto. Disfrutaba el fútbol dando pases. Nunca quiso probarse en equipo alguno. La leyenda cuenta que los fueron a buscar varias veces, pero no le importaba. Le gustaba jugar. Nunca tuvo la ambición de ser futbolista, no tenía póster en su pieza, no vestía la camiseta de ningún club,

Cachete, el mejor de mi pasaje, el mejor de la Guaiquillo, era un crack de verdad.