El fútbol se juega con rivales

Una buena conversa futbolera activó recuerdos de esos que cobran vigencia imperecedera. Jugaban Curicó contra Temuco en el estadio La Granja. Tenía seis, siete años, no más. Ambos llegábamos en una buena posición en la tabla. La cancha estaba llena y el aliento no se esfumaba.

El ingreso del cuadro albirrojo despertó el bullicio inmediato de la parcialidad. La entrada del forastero, las pifias. Pero una persona aplaudía al rival pese a ser hincha furibunda del Curi. Mi abuela María, sentada a mi lado, quien no dejaba de alentar al conjunto sureño, cuyos jugadores levantabas los brazos, saludando a un público que los acogía con una rechifla persistente.

- “Mami, ¿por qué los aplaudes?”-, le pregunté, asombrado por un gesto que consideré una traición a nuestros colores.

- “Porque si ellos no vienen, no hay partido”.

Antes que yo dijera algo, agregó una línea más a su sentencia.

- “Y necesitamos que ellos vengan a tratar de ganar, igual que nosotros. De otra forma no hay partido”.

Enseñanza para toda la vida.

El fútbol se juega con rivales. Y también se debe analizar con rivales. Definiciones de perogrullo, pero que a veces parecen camuflarse en medio del tráfago.

A menudo se sostiene que el rendimiento de los equipos depende sólo de sí mismos. A menudo se sostiene que depende únicamente de la voluntad. Pongan garra. Pongan huevos. ¿Y el rival? ¿El rival que juega su partido, para maniatar al del frente? ¿Acaso nuestro equipo no es también la contraparte del rival de turno?

En un juego de oposición, de contrastes, la necesidad de un rival es parte esencial de la ecuación. Los buenos ejemplos nos demuestran que para que una competencia crezca, se requiere varios equipos fuertes y no uno o dos escapados de la norma. Y el respeto por el adversario el respeto por nuestros propios colores, por la esencia del juego.