El potrero
Cuando éramos chicos jugábamos en cualquier parte. Con los ojos abiertos buscábamos un espacio donde pensar una cancha. Simulábamos armar las porterías con lo que teníamos a mano, marcar las delimitaciones del área, evitábamos los remates altos porque no existía travesaño. La imaginación completaba el cuadro. Casi siempre esa cancha era de tierra, piedra, musgos, un relieve irregular. Costaba predecir la trayectoria de la pelota. Cuando contábamos con mayúscula fortuna aparecía un poco de pasto.
Pero esas eran pichangas. Éramos niños. No era fútbol profesional. Por eso presenciar el estado del campo del Santa Laura indigna, irrita y apena. Así no se puede jugar.
Pueden existir razones para explicar el calamitoso estado de una de las canchas más señeras del fútbol chileno. Es probable que exista un motivo importante que explique por qué el estado del campo de juego está tan estropeado. Pero no existe razón sumamente poderosa que nos sirva para comprender cómo se juega en esas condiciones. La falta de criterio y de respeto es hacia los futbolistas, entrenadores, cuerpo técnico, árbitros, asistentes y, sobre todo, a la afición. Además de que la cancha se aprecia en espantosas condiciones, puede ser peligroso para los protagonistas de este juego que son quienes entran a la cancha. Lesiones a la carta.
Santa Laura es un estadio entrañable. Durante cien años ha sido escenario de legendarios partidos y campañas. Prácticamente todos los equipos capitalinos han ejercido como locales alguna vez en la cancha de Unión Española. En este mismo certamen serían locales ahí los anfitriones y también Universidad de Chile y Universidad Católica. En esas condiciones, imposible.
¿Es posible evaluar un partido en esa cancha? ¿Se le puede pedir a un jugador un rendimiento óptimo o cerca de lo regular? Imposible. Injusto. Pero además el torneo nacional es un producto, una imagen que se debe cuidar, mejorar, promover, rescatar. Y en ese potrero sencillamente no se puede.