Fueron las canchas, donde corrí

¿Por qué somos aficionados a un equipo de fútbol determinado? Las razones son variadas: biografía familiar, vínculos de amistad, motivos geográficos, el barrio, la población, la admiración por algunos protagonistas. Todas las anteriores o alguna de ellas con mayor énfasis explican un sentimiento que se proyecta en el tiempo y cuyos bordes parecen no tener límites claros.

La dinastía familiar es una de las explicaciones que responden con mayor frecuencia a la pregunta inicial de esta columna. Como si la sangre transmitiera no sólo material genético, sino el fervor por los colores de un equipo de fútbol. Si hay algo que intentamos hacer con nuestros hijos, es acercarlos a nuestras pasiones. Sinceremos, pocas cosas nos enorgullecen más que nuestros hijos compartan el amor por nuestro club o escuchen la misma música.

Ir a la cancha donde íbamos con nuestros viejos, ir a esa misma cancha con nuestra descendencia, unir generaciones bajo los mismos colores genera una complicidad que conecta caminos que a veces se distancian. El puente más sólido, muchas veces, termina siendo la pelota, el estadio. Por eso debemos cuidar ese ritual y no permitir que los violentos se apropien de un vínculo que excede una cancha y que se escribe todos los días, fuera de ella.

¿Pero qué pasa cuando nuestros hijos, hijas, son hinchas de otro club? ¿Qué sucede si nos gusta un equipo distinto al de nuestro padre, madre o al resto de la familia? El escritor mexicano Juan Villoro se detiene ante ese proceso en su libro La Figura del Mundo. Villoro es reconocido hincha del Necaxa. Una de las rutinas que mantuvo en su infancia y adolescencia con su padre era ir al estadio. Hijo de padres divorciados, la asistencia a la cancha fue un panorama trascendental para reforzar la relación con su progenitor. El fútbol era una excusa para compartir, a veces con entusiasmo, en otras con desgano, con su padre, hombre distante, de gestos acotados y decisiones drásticas.

El padre de Juan Villoro no era hincha del Necaxa. Ni siquiera le gustaba el fútbol, pero quería tanto a su hijo que lo acompañó, religiosamente, a presenciar un deporte que no era de su agrado, viendo a un club que le era indiferente.

No le gustaba el fútbol, pero amaba a su hijo.

Ir al estadio, a ver un equipo que no te gusta, puede llegar a ser el acto de amor más profundo que un futbolero puede hacer. Porque cuesta, mucho. Pero la recompensa estará en el amable recuerdo, como el que tiene Juan Villoro sobre su padre, que vio cientos de partidos del Necaxa sin importarle un carajo lo que ocurría en la cancha.