¿Por qué cuesta tanto jugar en Chile?

Cuesta organizar un partido de fútbol en Chile por culpa del propio fútbol. Eso es cierto. El fenómeno de la violencia en las barras salió del estadio hace décadas y hoy registra nuevos componentes que lo vinculan con actividades aún más peligrosas, como el narcotráfico y la lucha territorial, camuflada con la camiseta de un equipo de fútbol, el rescate de un lienzo o una bandera.

Esa es una parte del fenómeno, pero el desastre organizativo en Chile excede la mala conducta de los barristas. No existe voluntad política ni administrativa para tratar de sacar adelante los espectáculos deportivos, a menos que estos tengan réditos electorales o de imagen, como lo fueron los Juegos Panamericanos del 2023. En año electoral, con la crisis de seguridad como una de las prioridades de la agenda, tanto política como mediática, lo que genera aplausos es suspender partidos, no jugarlos.

La defensa de las causas ganadas esgrimidas por las autoridades, sobre todo las diferentes delegaciones presidenciales, enarbola que su foco está siempre en la seguridad de los vecinos, como si quienes quieren ver fútbol fueran una tropa de insensibles que quieren jugar a toda costa. Tal como acontece en el debate político, extremas las posiciones, instalar al que está sentado al otro lado de la mesa como si fuera una caricatura, nos ha llevado a un momento desolador.

Se suspenden partidos de pretemporada, duelos de presentación de clubes, cuesta organizar compromisos de carácter amistoso, ni hablar de la larga teleserie de la Supercopa. Ya en su edición 2024 sufrió un bochorno que quizás no hemos aquilatado (el primer partido del año, terminó siendo el último), sino que las autoridades ajenas al fútbol solicitan una serie de compromisos que bordean lo absurdo, condiciones que no se le exige a ninguna otra actividad y que sólo se enfoca en los violentos y no en el resto de los espectadores. Es verdad que la violencia ha alejado a un grueso importante del público que antes asistía a los recintos. Claro como el agua. Pero no es menos cierto que mientras las autoridades del fútbol, políticas, administrativas y policiales, sigan poniendo de relieve al violento, complicando la experiencia del aficionado común y silvestre, difícilmente podamos avanzar.

Por los violentos no se juega. Por los violentos se juega en horarios no futbolizados. Por los violentos se juega con aforos reducidos. Por los violentos se programa el campeonato. Por los violentos se juega sin público visitante.

¿La mayoría son violentos? No. Aún son una minoría. Nuestras autoridades siguen a la minoría y disfrazan su discurso en pos del bien común. Es sólo una forma de encubrir su impericia al abordar el tema, su negligencia, su visión despreciativa hacia el fútbol como actividad y su escasa incapacidad para comprender, alguna vez, el tema de fondo.

Con interlocutores que no confían entre sí, con planes de seguridad en estadio poco profundos, con asesores de discreta capacidad y trayectoria, se busca solucionar un problema mayúsculo.

El fútbol es culpable de sus propios males. Sin duda. Pero hay males que no están en el fútbol. Y debemos padecerlos todos los días.

Mejor no jugar. Mejor no salir. Mejor no hablar.