Hijo y nieto de árbitro
Soy hijo y nieto de árbitro.
Osvaldo Arcos Méndez, mi abuelo, dirigió por mucho tiempo. Fue arquero, tenimesista, juez y dirigente deportivo, uno de los cinco fundadores de Curicó Unido, el equipo más lindo del mundo. Fue árbitro de cotejos importantes, final de Copa Chile incluida en la década del 60.
Osvaldo Arcos Bascuñán, mi padre, fue árbitro mucho menos tiempo. Profesor, voleibolista amateur, seguidor de The Beatles y Serrat, alcanzó a vestirse de negro hasta la otrora Segunda División, hoy llamada coquetamente Primera B.
Me gustaba jugar de chico con los chuteadores de mi papá. Husmeaba como intruso fisgón en su bolso para sacar las banderas del juez de línea, el silbato y las tarjetas de amonestación o expulsión, simulando impartir justicia en las pichangas que se jugaban en los pasajes de la población Guaiquillo, cerca del río, en mi natal Curicó.
Una vez, sólo una vez, fui a ver un partido donde mi papá dirigía. Tenía siete u ocho años. Entré junto a él y su grupo referil al camarín. Escuché como organizaban el partido, se daban ánimo. Al ingresar a la cancha, mi papá me sentó en un asiento disponible al lado de la reja y me pidió que no me moviera por ninguna razón.
Fueron los peores noventa minutos de mi vida.
A mi padre, a quien admiraba y admiró proverbialmente, lo putearon desde el minuto uno al final. Groserías, insultos, agravios. Dudaban no sólo de su capacidad como juez, sino de su imparcialidad. Lo trataron de corrupto, vendido y palabras que no puedo repetir.
Lo peor de esos noventa minutos fue que, efectivamente, mi papá tuvo un muy mal desempeño. Horrendo la verdad. Se comió un par de penales, no expulsó a los más sucios de la cancha, se enfrascó en una discusión sin sentido. Si no hubiera sido mi padre, mi admirado y adorado padre, capaz que también lo hubiera puteado.
Fueron los peores noventa minutos de mi vida. Al terminar el partido mi papá me recibió como siempre. Tenía el cuero duro. No le entraban balas. Se dio cuenta que lo había pasado pésimo y nunca más me llevó a un partido que dirigiera.
Los árbitros se equivocan. Como en todas las pegas, hay buenos y malos. Me agotan los argumentos para definir un arbitraje, esos que esperan precisión de cirujano en cada cobro, que amplifican los errores a terrenos personales, que hablan con liviandad absoluta de arreglos, corrupción, inmoralidad. Me cansan aquellos que no esperan buenos arbitrajes, sino errores a favor. Que no ven los yerros de todo el resto (jugadores, entrenadores, hinchas, periodistas, dirigente). Todo, absolutamente todo, es culpa del árbitro.
Ojalá no se cayeran nunca. Pero lo hacen.
Soy hijo y nieto de árbitro. Los entiendo. Y cada vez que se me sale una puteada, me acuerdo de esa tarde y me muerdo la lengua, hasta sangrar si es necesario.