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Guarello

Go Tiger

Alguna vez un compañero ocasional en el campo me dijo “El golf es 90% cabeza y 10% cabeza”. Si la azotea no está limpia, el cuerpo no responde. Es un deporte extremadamente frágil, donde apretar los dientes y echarle para adelante, como ocurre en algunos, no sirve para nada. Tampoco sirve correr, pegarle fuerte, arengarse internamente. Es otro mambo. Exige la armonía de cada uno de los músculos y huesos, donde la lucidez y el equilibrio, sobrepasan largamente a la fuerza y la garra. Por algo se dice que en la cancha “más suave es más fuerte”. Es decir, mientras más fluidos están los movimientos biomecánicos, necesariamente redundarán en un impacto más preciso y efectivo. La llamada “zona”, el momento donde todos los elementos funcionan en equilibrio, es el nirvana de los golfistas, un estado mental complejo y a veces inalcanzable. Un paraíso que se pierde y no se recupera más. Severiano Ballesteros, Ian Baker Finch o David Duval son ejemplos de tres golfistas sobresalientes, que ganaron grandes cosas y lograron scorers antológicos, pero que una mala tarde perdieron la conexión entre la mente y el cuerpo y nunca más volvieron. Así de demoledor es. Un día oscuro se extravía el swing y nunca vuelve, aunque se acuda a los mejores entrenadores, a los más tecnológicos tratamientos. Y es la cabeza, sólo la cabeza.

Baker Finch, ganador del Abierto Británico en 1991, salía a jugar con amigos y metía una ronda de 64 palos. Luego, en la misma cancha, jugaba un campeonato y culminaba con un catastrófico 86 o peor.

Para los que seguimos a Tiger Woods desde su debut en el circuito en 1996, tememos que él también haya entrado en el túnel sin retorno. El mismo que se viene anunciado, con distintas intensidades, desde el 2009, cuando un feroz escándalo conyugal lo transformó del deportista más admirado y mejor pagado del Mundo, en el blanco de todas las iras y odios atávicos. No sólo perdió auspiciadores (ganaba más de 100 millones de dólares al año), sino que también el respeto de la comunidad del golf, sin dudas una de la más exigentes, coservadoras y clasistas de todas las disciplinas. Inconducente es recordar todos los chistes de mal gusto que debió soportar, y logró imponerse sobre ellos, Eldrick “Tiger” Woods. Su condición de 50% afroamericano y 50% tailandés lo hizo siempre sospechoso en el añejo mundo del golf, donde los ídolos son Jack Nicklaus o Arnold Palmer, legítimos representantes de la norteamérica rancia y ultramontana. O, en el alma, admira más a Phil Mickelson (que tiene un juego admirable sin dudas), contemporáneo, rival y casi enemigo declarado de Woods. Rubio, carnoso, con una familia perfecta a cuestas es la contrafigura del negro, fibroso y mujeriego de Tiger. La PGA es para hombres que se acuestan a las 10… y en su propia cama, con su propia mujer.

Los 82 que hizo Wood en Torrey Pines la última semana han significado el abandono del golf por el momento para el ex número uno del mundo. Sin recuperarse del escándalo de infidelidad del 2009 (con golpes y accidentes de tránsito incluido), la carrera de Tiger los últimos seis años ha sido un sube y baja, con más baja. El 2013 ganó cinco torneos, pero al año siguiente apenas pudo meter un Top 25. A todo el lío en la mollera, se suma una rodilla semidestruida por su desaconsejada costumbre de entrenar con los boinas verdes y una espalda sobrexigida por la feroz torsión a la que Woods la somete en su swing. “Mi juego y mi puntuación no son aceptables para un torneo de golf” dijo para justificar su decisión. ¿Lo perdimos para siempre? En el corazón queremos que no, soñamos que gane los Majors que le faltan para alcanzar el récord de Nicklaus. Pero en la mente sabemos que es casi imposible. Aunque Tiger es la demostración, como Jordan o Pelé, de que casi nada es imposible.