Arcos
La única religión que no tiene ateos
Eduardo Galeano tenía que ser uruguayo. No se entiende de otra manera. Para los orientales el fútbol es parte de su cultura, de su esencia, su forma de vivir y de ser. Para ellos, que no pretenden ser jaguares ni sofisticados, correr detrás de una pelota tiene tanta validez como trabajar detrás de un escritorio o ubicar los ojos sobre la página de un libro. Por eso tantos intelectuales uruguayos están lejos de desterrar el balompié de sus crónicas y pensamientos. Al contrario, lo enaltecen y se nutren de la sabiduría que sólo te entregan una cancha, una cancha de tierra y pobre, como también una cancha en el estadio más lujoso.
Dijo Galeano que en la vida "un hombre puede cambiar de mujer, de partido político o de religión, pero no puede cambiar de equipo de fútbol". Dijo que a medida que el deporte se ha hecho industria, "ha ido desterrando la belleza que nace de la alegría de jugar porque sí. En este mundo del fin de siglo, el fútbol profesional condena lo que es inútil, y es inútil lo que no es rentable". Dijo que el juego "se ha convertido en espectáculo, con pocos protagonistas y muchos espectadores. Fútbol para mirar. Y el espectáculo se ha convertido en uno de los negocios más lucrativos del mundo, que no se organiza para jugar sino para impedir que se juegue".
A Galeano le gustaban los pichangueros. A algunos aún nos gustan los de esa raza. "Por suerte todavía aparece en las canchas, aunque sea muy de vez en cuando, algún descarado carasucia que se sale del libreto y comete el disparate de gambetear a todo el equipo rival, y al juez, y al público de las tribunas, por el puro goce del cuerpo que se lanza a la prohibida aventura de la libertad”.
Cuando veo en las canchas más grandes del mundo a futbolistas como Arturo Vidal, Alexis Sánchez o Gary Medel, recuerdo su sentencia. "El chico corre, jadeando, por la orilla. A un lado lo esperan los cielos de la gloria; al otro, los abismos de la ruina. El barrio lo envidia: el jugador profesional se ha salvado de la fábrica o de la oficina, le pagan por divertirse, se sacó la lotería. Los empresarios lo compran, lo venden, los prestan; y él se deja llevar a cambio de la promesa de más fama y dinero. Cuanto más éxito tiene, y más dinero gana, más preso está”.
Jorge Sampaoli pretende, como muchos técnicos, concentrar a la selección antes de la Copa América en Europa, lejos del ruido y las cámaras de tv. Mucho antes Galeano escribió "en las vísperas de los partidos importantes, al futbolista lo encierran en un campo de concentración donde cumple trabajos forzados, come comidas bobas, se emborracha con agua y duerme solo. En los otros oficios humanos, el ocaso llega con la vejez, pero el jugador de fútbol puede ser viejo a los treinta años”.
Es divertido cuando el hincha, furibundo, te argumenta que nunca jugaste a la pelota. Divertido, porque es algo que lejos de separarte, debería unirte. Amar el juego pese a no tener condiciones. Galeano quiso ser arquero. "El portero siempre tiene la culpa. Y si no la tiene, paga lo mismo. Cuando un jugador cualquiera comete un penal, el castigado es él: allí lo dejan, abandonado ante su verdugo, en la inmensidad de la valla vacía. Y cuando el equipo tiene una mala tarde, es él quien paga el pato, bajo una lluvia de pelotazos, expiando los pecados ajenos”.
Para entender el fútbol actual, el de laboratorio, de arcos cerrados y esquemas prusianos, podemos adaptar a Galeano. "El gol es el orgasmo del fútbol. Como el orgasmo, el gol es cada vez menos frecuente en la vida moderna. Hace medio siglo, era raro que un partido terminara sin goles: 0 a 0, dos bocas abiertas, dos bostezos. Ahora, los once jugadores se pasan todo el partido colgados del travesaño, dedicados a evitar los goles y sin tiempo para hacerlos”.
El fútbol es perfecto. Lo aprendí de Galeano.