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Domingo por la mañana

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Domingo por la mañana
Mario RuizEFE

El domingo hay que levantarse igual. Algunos tendremos que trabajar. Otros afortunados podrán descansar merecidamente. Como todos los domingos, mis hijos saldrán a pedalear por las ciclovías abiertas de Peñalolén. Como cada domingo, mis caseros de la feria de Consistorial ofrecerán a voz batiente sus mejores precios en frutas y verduras. El domingo, como es tradición, en muchas casas del país se comerán una buena empanada. O un asado, si la preemergencia lo permite. Mi madre, este domingo, irá a misa a rezarle a su padre que se fue hace poco y que aún extraña. Mi padre, como todos los domingos, tomará al bus que lo traslada a la pequeña caleta donde cumple el oficio más noble de todos, enseñar.

Pase lo que pase el sábado en la cancha del Nacional, el domingo nada de esto va a cambiar. Pero si Chile gana, todo será diferente. El fútbol no es otra cosa que la mejor excusa posible para ser feliz, el catalizador de nuestros sueños y emociones, sobre todo quienes crecimos en una generación donde las derrotas eran pan de cada día y donde nos enseñaron que los triunfos morales eran nuestra tabla de salvación.

La mejor trampa del fútbol es que nunca es solo fútbol. Hablamos de la pelota y nos desnudamos, sacamos las caretas y exhibimos nuestros atributos y carencias, nuestras trancas y anhelos no cumplidos. Si Chile gana el sábado nuestra rutina no va a cambiar, pero el sentido que le daremos a este domingo será distinto, quizás inolvidable.

No hay nada más noble que el fútbol. Nada más democrático y cercano. Nada que una nuestros afectos como una pelota. Nada nos aterriza como una cancha, pisarla, correrla o mirarla. Ningún acto de nuestra vida nos hermana y conecta tanto como el mismo color de una camiseta. A ninguna ideología o religión le rogamos tanto como al fútbol, a ninguna le agradecemos tanto. Nuestra fidelidad con el fútbol es irrenunciable. El fútbol, solo el fútbol, nos permite ser hemanos, al menos por noventa minutos, con desconocidos que nunca hemos visto y que jamás volveremos a ver.

En el fútbol nos creemos grandes. Le exigimos a los futbolistas la excelencia que nosotros no tenemos. Pero también perdonamos errores que en nuestra vida no podríamos tolerar. Una pelota, una camiseta, nos genera ese sútil hormigueo que no podemos explicar. Los sentimientos más puros, más reales, más perpetuos, son aquellos que laten en nuestro corazón pero que no podemos ni necesitamos verbalizar. Son.

Tenía nueve años cuando Chile perdió la Copa América contra Uruguay. Lloré mucho con la derrota. Si perdemos el sábado, seguramente no lloraré. Ya he perdido otras cosas. He perdido partidos, amigos, parientes, amores, trabajos. Pero si Chile gana sentiré algo inédito, algo que compartiremos 17 millones de personas, desde los más fanáticos a los más aletargados. Sentiré algo nuevo y no sabré cómo reaccionar. Por algunos segundos se nublará la razón, el pensamiento, los pasos serán erráticos y las decisiones no serán muy pensadas. Me sentiré campeón si Chile gana. Como nunca antes. Como usted que lee. Como sus hijos. Como los míos.

El domingo, al día siguiente, hay que seguir igual. El fútbol no cambia la vida y nunca lo hará. Pero quizás despertemos un poco más felices. Y eso puede que valga la pena para el resto de nuestra existencia.