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No hay nada que discutir, solo aplaudir

Alexis camina rumbo a la pelota. En trance. En silencio. Su rostro no demuestra ninguna emoción. Ninguna mueca que delatase cualquier desconcentración. Al frente estaba Sergio Romero, el gigante de casi dos metros de altura. Hace poco más de un año, en otro estadio, el tocopillano caminó por la misma vía, ante un arquero brasileño llamado Julio César. Y falló.

El delantero toma la pelota con ambas manos y la instala en el manchón de sentencia. Seguramente no lo piensa, pero en su lanzamiento va el peso de casi cien años de tropiezos, de fracasos, de gritos que no llegaron a consumarse. Va depositada la angustia de mirar como los vecinos suman y suman coronas y los chilenos solo queremos una vez, al menos una vez, mirarlos a todos desde arriba.

Alexis seguramente no lo pensó así, pero los casi cincuenta mil que estábamos en el estadio, recordamos a aquellos que ya no están y que si de nosotros dependiera, estarían en la primera fila. Alexis no lo debe haber pensado así, pero su remate podría ser el antídoto para sacar de encima el peso horroroso de un estadio, que en los peores años de nuestra historia, sirvió para alojar lo peor de la esencia humana.

Lo que Alexis sí sabía y que ninguno de nosotros siquiera imaginó, es que no iba a romper el arco con un bombazo. Esta historia requería de un final bello, elegante. El camino había sido pedregoso en algunos puntos, pero en general viene provocando sonrisas. Para ser campeón, Alexis no podía pegarle de puntete. No señores. Tenía que definir a lo crack.

Esos segundos, con Romero desparramado y la bola lenta ingresando por el otro sector, fueron infinitos.

Al fin. Chile campeón por la cresta. Al fin.

No solo perdió Argentina y todos los demás. Perdieron quienes miraron con recelo a este grupo de jugadores. Porque eran ordinarios, porque hablaban mal, porque no eran correctos, porque eran millonarios demasiado pronto y, supuestamente, sin merecerlo. Le pedían a esta selección una excelencia que nadie ha tenido. Pese a jugar en los mejores equipos del mundo (como nunca antes), a clasificar a dos mundiales consecutivos (como nunca antes), a terminar segundos en una eliminatoria (como nunca antes), a ganar partidos consecutivos fuera de casa en mundiales (como nunca antes), pese a eliminar de una Copa al campeón del mundo vigente (como nunca antes), le devolvían a estos argumentos una sentencia inquisidora: no han ganado nada, como si antes otra generación, por buena que fuera, hubiera ganado algo.

Se les acabó la rutina. Estos sí ganaron. Ganaron de verdad.

La historia hay que respetarla y mucho. Sin historia no hay presente ni menos porvenir. Pero la historia no puede nublarte ni cerrar tus ojos. Nada peor que la gloria pase delante y no la veas.

Seguramente le echarán pelos a la sopa. Pero da lo mismo. Esta generación se metió en la leyenda y nunca nadie los podrá sacar de allí. Y las quejas de los amargos parecerán solo una respuesta patética a una realidad demasiado grande como para seguir combatiéndola.

Chile mató todos los fantasmas en una noche. Ese gol de útimo minuto que siempre nos anotaban, esta vez no fue. Ese córner bombeado que el arquero no atrapaba, esta vez fue rechazado. La esquiva tanda de penales fue ejecutada con distinción. Nuestro golero que nunca atrapaba balones desde los 12 pasos, ahora fue figura consular. Este estadio Nacional que fue utilizado para generar tanto odio y sufrimiento, fue bendecido por el destino para poder cerrar un círculo de llanto, masacre y matanza y reemplazarlo por el grito de gol más bello que jamás he escuchado en una cancha. Porque pese a ser periodista y profesional de esto, yo grito los goles de Chile. Con el alma. Todos. Sin vergüenza ni disimulo. Porque admiro a los que juegan. Porque llegué a este lugar porque soy un fanático, como usted que seguramente lee estos párrafos.

Chile es campeón. Somos un grupo privilegiado. Hemos sido testigos de la mejor generación de futbolistas chilenos de toda la historia. Ya no hay nada que discutir. Solo aplaudir.