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Santiago Wanderers y Everton animaron una nueva versión del clásico porteño, esta vez, sin público visitante en las gradas. No hubo incidentes mayores, así que no me extrañaría que se pretenda imitar la medida en otros estadios para partidos de convocatoria.

El fútbol sin público visitante no es fútbol. Al menos así lo veo yo. Difícilmente haya un compromiso mayor con el equipo de tu vida que acompañarlo a tierras lejanas, a la cancha del forastero, a apoyarlo cuando son minoría.

Para mí jugar sin público visitante, mirando los actos ocurridos en diferentes estadios del país durante la Copa Chile, es decirle a los vándalos que ganaron, que la organización (clubes, seguridad, federaciones, autoridades civiles y uniformadas), asumen públicamente que no se la pudieron. Tiraron la toalla. Izaron la bandera blanca. Ningún estamento fue capaz de detectar el germen de la violencia, que hace rato escapa los límites de una cancha de fútbol.

Algunas soluciones parches pueden ayudar a camuflar el problema. Ocultarlo un rato. Pero la basura debajo la alfombra sigue siendo basura, aunque no se vea a simple vista. Los planes como estadio seguro han impedido el ingreso de bombos, lienzos, carteles, petardos. Sacaron de la cancha todo y a todos, menos a los delincuentes. Porque el riesgo de vivir en una sociedad que absorbe como dinámica criminalizar todo, es la siempre injusta generalización. No son todos delincuentes. No son todos vándalos. No son todos lesos. No son todos lacra.

Mientras el ojo sea pasajero, oportuno y no profundo, difícilmente el problema terminará. Antes de analizar lo que ocurre en un estadio, podríamos diagnosticar que ocurre en un país, en la sociedad que hemos construido y alentado. Una sociedad donde la persona es cliente y no ciudadano, donde enfermarse no solo es doloroso, sino que caro, donde estudiar es imposible para la mitad de la nación, donde el apellido a veces pesa más que el mérito y donde los rostros en las esferas de poder, en todos los ámbitos, se nos repiten con aberrante frecuencia.

La sociedad es violenta. Y a veces no te da bofetadas ni golpes de puño, sino que te pega con la dureza terrible del statu quo.

Si los de abajo creen, lo que de arriba dicen, en quien voy a confiar. Quizás al final me dé igual. La sentencia es de Jorge González, en Los Prisioneros, hace casi tres décadas.

Me crie en provincia y allá era todo diferente. No pretendo replicar ese modelo en todas partes ni caer en el manido discurso de que el tiempo pasado fue mejor. Pero cuando el equipo visitante entraba a la cancha, no podía despegar los ojos de ese puñado de hinchas, que a veces no llegaban a la decena, que habían viajado a una ciudad pequeña como Curicó para alentar a su equipo. Respeto. Eso me provocaban, un respeto inmenso. Y no pudo olvidar los viajes a Linares, Santa Cruz, San Vicente de Tagua Tagua, Angol, Osorno, Los Andes, Coquimbo, Valdivia, Concepción, Viña, Quintero, junto a mis abuelos apoyando al albirrojo. Perdimos en la cancha más veces de lo que ganamos. Pero a la larga triunfó lo más relevante: el amor irrenunciable por la pelota y los colores albirrojos.

El fútbol, sin público visitante, no es fútbol.