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El próximo 28 de enero se cumplen diez años de la muerte de Carlos Alberto Campusano. El Gordo. El querido Gordo. Uno de esos relatores que marcan época y que todos quienes amamos el fútbol recordamos con proverbial devoción.

El Gordo era enorme. Literalmente. Tuve el honor de trabajar con él. Tenía oficio el Gordo. Un vozarrón inimitable, que lo hacía traspasar colores y momentos. Escuchar un grito de gol proveniente de su garganta eriza la piel. Todavía. Así como los jugadores dejan todo en la cancha, el Gordo dejaba todo en el relato. Llegaba compuesto, de camisa y corbata. Peinado. Noventa minutos después estaba sudado, la corbata en cualquier parte y con varios botones menos. Tomaba un pañuelo en su mano derecha y lo apretaba, como tratando de conducir la pasión que sentía de relatar un partido.

El Gordo marcó época entre los relatores, ese oficio tan difícil, que requiere velocidad, talento, ingenio, precisión. Solo unos pocos son capaces de llevarlo a cabo. Es un acuerdo mágico entre auditor y relator. Al otro lado del dial confías en el testimonio del señor que te canta los goles. Le crees. Lo sigues. Un domingo te hace reír. El otro te hace llorar. El relator no tiene una camiseta en especial, debe entonar todos los goles con la misma pasión.

El Gordo me decía que para un narrador nunca había partidos malos. A través de su canto, él retrataba partidos intensos, por respeto al hincha que estaba al otro lado. El Gordo era divertido, gracioso, sibarita. Improvisaba en pleno partido. Era culto el Gordo. Le gustaba la política y la historia. Era profesor. Respetaba el idioma. Y tenía un mérito gigante: cuando no sabía algo, preguntaba. Recuerdo que nos tocó transmitir varios partidos de Liga de Campeones y la Liga Premier de Inglaterra. El Gordo enviaba correos, a los consulados respectivos, consultando sobre la correcta pronunciación de los apellidos más difíciles.

Mi amigo Paulo Flores me llamó la tarde de ese viernes cuando enero terminaba. Al día siguiente transmitíamos al fútbol inglés. Me dijo que el Gordo había sufrido un accidente vascular. Simplemente se derrumbó, de pronto. Estaba triste Paulo. “Hay que rezar”, me dijo. Y yo no sé rezar.

Me dormí preocupado. Al día siguiente, temprano, el Cacho Hormázabal, otro periodista entrañable, me dijo con la voz cortada que el Gordo no se había despertado más. Era increíble, literalmente, pensar que el Gordo no estaría más. Dos días antes estuvimos juntos, en el canal, riéndonos un buen rato, de cualquier cosa. Como siempre.

Como le habría gustado al Gordo Campusano relatar a la U de Sampaoli. Tenía el corazón azul. Los hinchas de la Universidad de Chile lo tienen en un cofre especial. Sus relatos están en youtube y cada día registran más visitas. Los relatores son infinitos. Su canto de gol no muere jamás.

Como le habría gustado al Gordo relatar a Alexis, a Vidal, a Medel, a Bravo. Como le habría gustado gritar el título de la Copa América. Viva Chile mierda, gritaba el Gordo, cuando era tabú decir garabatos en radio o en la televisión. Al Gordo no le importaban esos cánones. Relataba para la gente, para el hincha. Era sus ojos, sus oídos, su corazón.

El Gordo se fue hace diez años. Para quienes lo admiramos primero, fue un honor conocerlo y trabajar con él. “Yo te escuchaba de chico”, le decía y el Gordo se reía, con todo el cuerpo, enorme como era, dedicándome un par de puteadas que siempre le sonaron graciosas.

Se fue de pronto el Gordo. Sin avisar. Trepa, trepa, trepa, Gordo querido. Donde quiera que estés. Pone toda la carne en el asador. Nosotros te regalamos nuestro recuerdo y gratitud perpetua. Gracias por todo amigo mío.