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Más respeto por la pichanga

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"Fue una pichanga". El comentario surgió en medio del Superclásico. Se oía en la transmisión de TV, en los comentarios radiales, se leía en redes sociales, tomaba la forma ya de un lugar común. En el post partido hubo casi un consenso: "Fue una pichanga".

Me pregunto, desde la vereda de uno que se crió jugando partidos informales, con escasa técnica, nulo vértigo, sin pizarras elaboradas, con puro amateurismo, ¿qué culpa tiene la pichanga?

Seguramente usted que lee esta columna también jugó o fue testigo de pichangas memorables. En la población Guaiquillo de Curicó este tipo de partidos podían durar tres horas consecutivas. La táctica se diluía pronto. Atacábamos todos y defendíamos todos. Algún teórico diría que esos eran resabios de fútbol moderno, de la escuela holandesa, de la Naranja Mecánica. Pamplinas. Era solo el amor por la pelota. Correr despavorido tras ella. Intentar ser protagonista de una jugada de riesgo o salvada milagrosa.

Teníamos más de un arquero. Nos rotábamos. Conocíamos al rival de memoria. Detectábamos pronto los puntos débiles. Pero la pichanga, por definición, tiene algo que el Superclásico no registró: nadie juega a defender ni mantener el resultado. Es un acuerdo tácito. Parte de la esencia. En la pichanga uno toma más riesgos de los necesarios, porque quiere ganar siempre.

En la pichanga da lo mismo si juegas de visita o de local. Atacas. Si pierdes, lloras. Si ganas, te crees el mejor del mundo. Con público o sin público. A nadie le importa ese detalle. No hay barrabravas. La único que importa es la pelota.

Me van a perdonar, pero en mis pichangas yo vi verdaderos crack. El Negro Alfaro era un defensa rudo, pero elegante. El Guati, un arquero fenomenal. El Maldo, un lateral derecho de escasa técnica, pero pundonor y velocidad. Rolando, que agarraba hasta las que iban volando, mi hermano Pepe, apodado Dabrowski, por su gran juego aéreo y lo tronco que era para desplazarse. Y yo, que jugaba de 10 y me creía cualquier volante talentoso, aunque estaba a años luz de su mínimo rendimiento.

Más respeto con la pichanga. Nos quejamos mucho del Suprclásico y con razón. Pero me parece que es necesario precisar algunos puntos. Ningún futbolista quiere jugar mal. Supongo que entran a la cancha con la idea de hacer lo mejor posible. El Superclásico no es más que el reflejo del campeonato. Colo Colo, líder del torneo, un equipo al que casi no le hacen goles, juega con un equipo brasileño por la Libertadores y recibe tres en 90 minutos. Los mismos que le han encajado en diez duelos del torneo local.

Si desde diferentes veredas se asume que el resultado es lo único que importa, que prefieren jugar mal y ganar, que los partidos hay que superarlos aunque sea medio a cero, con un gol con la mano si es necesario, entonces no nos quejemos. La distancia entre el ganar como sea y jugar a no perder es pequeña, estrecha. No nos quejemos si al final reducimos todo al resultado.

Un poco más de respeto por esa noble institución llamada pichanga, porque son mucho más dinámicas, verticales, generosas. Todos corren. Todos marcan. Todos quieren ganar. Pocas veces fui más feliz que corriendo detrás de una pelota, en medio de una de esas pichangas en la población Guaiquillo, a pleno sol, cagado de calor.