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El niño que enloqueció de amor al fútbol

A veces el fútbol es lo único que nos queda. Literalmente. El exclusivo espacio donde nuestras miserias desaparecen y sólo queda correr detrás de una pelota y pegarle con tanta furia que nuestros miedos desaparecen. 

Mi amigo Francisco Javier Millar tuvo una vida de mierda. Me encantaría describirla de otra manera, con adjetivos más benévolos, pero sería faltar a la verdad. Nació en un hogar descompuesto donde el afecto caía a cuentagotas. Un leve retraso le hizo perder muchos años de escuela. A duras penas terminó el colegio básico, ya cerca de los 20 años. 

Lo conocí en quinto básico. Yo tenía 12 años. Él 18. Había repetido de curso cinco veces.

Los profesores del colegio habían acordado ponerle puros 4.0 para que aprobara y saliera pronto del colegio. 

Nuestro equipo de fútbol ya estaba armado cuando conocí a Millar. Yo jugaba de 10. Era el capitán. Maldonado era el líbero. No muy elegante, pero rapidísimo para llegar a los cruces. Osorio jugaba por la banda derecha. No dominaba cuatro seguidas, pero en velocidad era imparable. El Negro González era stopper. Tenía gran capacidad física, pero escasa técnica. El talentoso era el Chito Navarro, con su metro ochenta de estatura y su zurda precisa. Jean Paul corría por todos juntos y teníamos al chico Moreno, otro zurdo que la pisaba siempre con criterio. Arriba dos referentes de área. Calderón, quien protegía muy bien la pelota con el cuerpo y mi hermano Pepe, de sorprendente juego aéreo.

Un día llegó Millar a jugar. Nadie lo invitó. Apareció sólo. Vestido con ese chaleco de lana verde que jamás se cambiaba, cualquiera fuera la estación del año. Nos burlábamos continuamente del olor que expelía. Un hedor imposible de eludir.

Se paró junto al borde de la cancha. Casi por lástima le pregunté si quería jugar. Respondió con entusiasmo. Vestía pantalones de cotelé en tono café y zapatillas verdes, rotas por todos lados. Apenas tomó la pelota quedamos pasmados con su velocidad. Era, evidentemente, más fuerte que nosotros. Su rapidez era increíble. No había forma de pararlo. Le faltaba cancha para recorrer. No era bueno, ni técnico, ni asociado, ni creativo. Era rápido. Nada más. Con las piernas arqueadas, terminó el partido sudando y agradeciendo que lo invitáramos.

Desde ese día no faltó nunca más.

Millar te ponía los ojos encima y no te los quitaba. Más de una vez llegó tarde a mi casa. Lo único que quería era comer algo y un poco de compañía, esa que en su casa no existía. Su padre los había dejado hace años, su hermana tenía problemas mentales y su madre siempre estaba encerrada, quejándose del destino que la golpeaba.

Nos reíamos de su mal olor, de sus dientes amarillos y de lo mucho que le costaba pensar. Pero Francisco Javier Millar no se quejaba. Él soportaba todo con la única condición de que lo invitáramos a jugar a la pelota. Fue nuestro lateral izquierdo por muchos años.

Le perdí la pista cuando salimos del colegio. Muchos seguimos siendo amigos hasta hoy, pero Millar desapareció de la esfera. Imposible para él seguir estudiando. Sólo lo veíamos sagradamente para la pichanga de los viernes y sábados.

Al ingresar a la universidad me vine a Santiago, Maldonado a Temuco, Calderón a Chillán. Mi madre me comentó que había visto a Millar en la calle, vagando. De vez en cuando iba a mi casa, por un poco de dinero para comer.

Yo había comenzado a trabajar la última vez que lo vi. No lo reconocí en la primera mirada. Tenía el pelo largo y la barba crecida. Vestía harapos. Era un indigente. El mismo chaleco verde de antaño lo cubría. Creo que jamás lo vi con otra vestimenta. Cuidaba autos en el terminal de buses de la calle Maipú, frente a la estación de trenes.

Me sentí golpeado, impactado. Mi amigo Millar estaba en un carrusel del que nunca pudo salir. Conversamos breve rato. Preguntó por cada uno de los chiquillos y se fue, sin pedirme nada. Antes de subirme al bus lo escuché por última vez. "Podríamos jugarnos una pichanguita, como las de antes", me dijo con una sonrisa de niño.

Nunca la jugamos. A los pocos meses Francisco Javier Millar murió en plena calle. Algunos dicen que de frío. Otros aseguran que los problemas por el alcohol le tumbaron la cabeza. Tenía 31 años.

Mi amigo tuvo una vida de mierda. Sin oportunidades. Predestinado a terminar como terminó. Sólo fue feliz con nosotros, cuando le encontramos una posición en la cancha. Como lateral izquierdo, de ida y vuelta, con escasa técnica y mucha velocidad. Francisco Javier Millar sólo fue feliz cuando corría detrás de una pelota. 

Como tantos en este país, en este mundo, en esta vida.