Arcos
Abre los ojos, somos campeones
Chile perdió con México. Después perdió con Argentina en el debut. Jugó pésimo contra Bolivia pero ganó un partido que quizás no merecía. Pero ganó. Después se goleó a Panamá, pero era lo de menos. Las críticas llovían de todos lados. Que la generación estaba agotada. Que sin Sampaoli el equipo no andaba. Que Bravo atajaba sólo en Europa. Que Sánchez había extraviado el fuego sagrado. Que Vidal pasaba puro peleando. Que Vargas no le hacía un gol a nadie. Quienes no criticábamos tanto al equipo éramos apuntados con el dedo. Nos decían blandos y otra serie de improperios que no vale la pena detallar. No sabíamos de fútbol, obvio. Tratábamos de quedar bien, obvio.
Hasta que Chile llegó a Santa Clara a enfrentar a México. Lejos, el mejor estadio de la Copa Centenario. Una verdadera ciudadela con todo lo necesario para ver el partido, disfrutarlo, para trabajar, para salir en vivo y con una cancha magnífica para jugar. Una verdadera experiencia. Calor sudoroso allí, a una hora de San Francisco, donde esa mañana en el muelle de Alcatraz recibí un llamado que ya agendaba nuestro retorno por si el equipo perdía.
Nunca, en los años que llevo reporteando, vi tanto hincha del contrincante chileno en el estadio. El porcentaje de mexicanos era una locura. Un estadio para noventa mil personas, repleto de hinchas del Tri.
Somos unos privilegiados en este trabajo. Vemos fútbol. Viajamos. Cubrimos eventos importantes y nos pagan por eso. Y de pronto, entre la vorágine del despacho, de la transmisión radial, de la cuña precisa, del satélite, tenemos la suerte de presenciar días históricos, que tú sabes que jamás se van a repetir. Esa tarde, en una caseta inmensa, junto a Patricio Barrera, Rodrigo Sepúlveda, Diego Sáez y la Carola Fernández, vimos a la Roja pulverizar a un rival de peso. Como nunca antes. Como nunca después. En cada uno de los siete goles nos mirábamos con asombro. Esto no para. No se detiene. El equipo sigue y sigue atacando. Y los que criticaban a Pizzi, Bravo, Medel, Sánchez, Jara, Vargas, mutaron de forma inmediata. Los blandos ya no éramos tan blandos. Los amargos, obviamente, le bajaban el perfil a un triunfo que no tenía comparaciones. El marcador es engañoso. 7-0. No es para volverse locos. Este México no es el de antes.
Lo que aún no han visto los amargos es que este Chile no es el de antes.
Nos fuimos a Chicago. Semifinal contra Colombia. Leímos que para la hora del partido se reportaba una tormenta diluviana. Antes de eso, Chile le había hecho dos goles a Colombia. La tormenta fue puntual y nos obligó a una transmisión eterna, con el entretiempo más largo de todos los tiempos. Volví a recibir los pasajes aéreos para volver al día siguiente. La reserva estaba hecha. Pero Chile ganó otra vez. Volvió a clasificar a una final de Copa América. Y otra vez contra Argentina.
Los amargos nos decían que Argentina no perdería esta chance. Que es otra cosa. Que el cuadro se abrió para la Roja. Que el equipo no mostraba grandes méritos más allá del orden. Que éramos obsecuentes.
Me tuve que poner la corbata. Con 30 grados, en Nueva Jersey y yo, con camisa y corbata. Nos instalaron en un mesón detrás de uno de los arcos, hacia donde atacó Chile en el primer tiempo. Ciento veinte minutos y Messi, Agüero, Di María, Higuaín, Lavezzi no le hicieron goles a Chile. Expulsaron a Marcelo Díaz, Alexis jugó lesionado, Vidal a media máquina.
Penales. Uno tras otro. El relato del Pato Barrera era dueño del sonido en ese sector donde estábamos rodeados de hinchas argentinos. Bravo, que ya le había sacado a Agüero un cabezazo con una tapada sobrenatural, le ataja el penal a Biglia. Si Chile anotaba era campeón.
Entre que el Gato Silva tomó la pelota en sus manos y la puso en el punto penal, la memoria futbolística se activó. Las veces que vi perder a Chile. El llanto en la final del 87 contra Uruguay. Mi papá consolándome, prometiéndome que alguna vez seríamos campeones. El penal de Alexis casi un año antes. El grito delirante. Los mismos amargos de ahora, que ya eran amargos antes, celebrando igual que todos. Mis tres hijos, pegados a la tele, con la fe de ver a la Roja ser campeón. Campeón. Ganar. Un verbo que yo jamás pude conjugar en la infancia. Porque nos enseñaron a perder, pero no a ganar. Porque crecí en un país lleno de miedo, de carencias, de puertas cerradas, de poco cuidado. Porque el Gato Silva nos podía convertir en bicampeones de América. Dos veces seguidas. Contra el mejor del mundo al frente.
Y fue gol. Y lo grité sin contenerme nada. Porque la objetividad no existe. Porque ganar se siente bien. Porque nunca grité un gol de chico. Porque mi hijo menor, de seis años, ya vio a Chile ganar dos veces la Copa América. Yo me demoré casi cuarenta años. Y mi abuelo no lo vio nunca.
Igual que el 2015, me abracé con mi amigo Diego Sáez. El destino nos puso juntos, otra vez, mientras el Pato Barrera se rompía la garganta alargando el grito de gol.
-Abre los ojos Bombo. Somos campeones-, le dije, con emoción. Con pasión. Con algo de rabia.
Los argentinos que estaban alrededor se comportaron como unos señores. Hidalgos. Mentiría si digo que escuché una mala palabra o un insulto. Nada. El dolor era demasiado. Y fuimos respetuosos, en esa mesa llena de cables, con quienes perdieron esta vez.
Somos privilegiados. Nos tocó cubrir a la mejor generación chilena de todos los tiempos. La más ganadora. La única ganadora. La que nos obligó a aprender a ganar. A querer ganar. A soñar con ganar.
Abre los ojos. Somos campeones. Mi frase en el turbulento 2016.
Esa noche, reporteando hasta la madrugada, no había cansancio. En Times Square, con Sáez, con la Carola Fernández, con el Pato Barrera, nos encontramos con chilenos que festejaban. Los americanos nos miraban sin entender nada. No había nada que explicar.
Ahí recién abrí el correo con el pasaje de regreso.
PD. Los amargos dijeron que el torneo era de tono menor. Es que los amargos son como el Boca de Carlos Bianchi. No pierden nunca.