Todos somos Karius
Corrían cinco minutos del segundo tiempo. Loris Karius toma la pelota. Su mirada apunta hacia su derecha y su cuerpo se perfila hacia allá. Con ese apuro que le imprimen los entrenadores actuales a los porteros para que "salgan jugando" -que ha llevado a varios a preocuparse más del juego con los pies incluso por sobre la consideración inicial si el portero ataja o no- el alemán lanza la pelota como si fuera un tejo de rayuela.
Karim Benzema, goleador eternamente cuestionado, quien puede andar con la pólvora mojada pero que jamás nunca dejará de ser un goleador, tiene la intuición de un depredador y se anticipa al mal paso de su víctima. Cuando Karius echa el brazo atrás, el francés se anima a estirar la pierna y por instinto intercepta la pelota. Esta se desvía hacia el arco del Liverpool e ingresa en él en cámara lenta. Karim anota el gol más feo y, a la vez, el más importante de su vida.
Los rojos se tomaban la cabeza. Como si no hubiese sido suficiente calamidad la lesión de Mohamed Salah, ahora se sumaba esto.
Karius intenta reclamar. Fue un acto inconsciente e instintivo. Algo que permitiera hacer un poco más digna su enorme vergüenza. Algo que lograra atenuar, aunque fuera en parte, esa terrible sensación que todo arquero alguna vez en la vida ha sentido después que le anotan un gol tonto: que la tierra se abra y te trague para no sufrir la ignominia del ridículo.
Quienes estuvieron al arco saben muy bien lo que le sucede a Karius en ese momento e instantáneamente sienten una profunda lástima por él. Y a siete minutos del final, cuando al portero del Liverpool se le escapa el tiro de Gareth Bale que sentencia la final de la Champions League, el sentimiento reflota con mayor intensidad. Ni una tragedia de Sófocles, ni una película de Oliver Stone son tan crueles como la historia que se escenifica en el estadio de Kiev.
Termina el partido. Karius se lanza al piso y llora desconsoladamente. Ningún rojo lo acompaña. Es Gareth Bale, un adversario y su verdugo, quien va por él. Lo toma y lo levanta. Lo ayuda a enfrentar ese destino que ni él ni nadie quiere tener, pero que tarde o temprano debe asumir.
En ese momento, el ciberuniverso ya estaba inundado de memes y burlas crueles. Las despiadadas redes sociales, donde la tecnologización máxima y el primitivismo cavernario se reúnen para moldear el carácter de los usuarios, hacen presagiar un final más triste aún. Pero el llanto de Karius y sus manos extendidas en señal de perdón logran lo que nadie es capaz de predecir: sensibilizar a los hinchas del Liverpool.
Los fanáticos lo aplauden, con una lástima que es más fuerte que el odio. Karius comprende que esta vez no va a caminar solo, como cantan los seguidores del Liverpool, quienes han hecho de la fidelidad su marca registrada.
El mundo percibe que, por un momento, el fútbol dejó de ser un gran negocio o una guerra, y volvió a convertirse en un juego noble, hermoso y bello. Aunque haya ocurrido por solo un momento.