Arcos
Don Lucho
Advierto que esta columna es parcial y subjetiva. Si usted espera que el cronista sea una especie de ente equilibrado, no siga leyendo. Este texto nace desde el agradecimiento de un periodista que, como todos, también es hincha de un club.
La primera vez que fui al estadio La Granja de Curicó tenía dos años. Mi abuelo me llevó el día en que dejé de usar pañales. Fuimos a un partido de Tercera División. El rival y el resultado no fueron retenidos por quienes me contaron esta historia. Ya con memoria, fui por años, domingo a domingo, al mismo sitio. Ningún panorama era mejor que ir a ver al Curi. Muchos años en Tercera División. Otros tantos en Segunda. Provengo de una familia que participó en la fundación del club y en su mesa directiva. Las reuniones muchas veces fueron en mi casa. A los futbolistas los conocí ahí. Entré a la cancha, al vestuario, viajé con el plantel de honor a todas partes. Fui un niño feliz. Muy feliz.
El sueño de mi vida era ver jugar a Curicó en Primera. Algo que para muchos es una condición obvia, mínima. Yo no pedía más que eso. Jugar alguna vez en la división de los grandes. Ser parte de la mesa central. Con eso me conformaba.
Estuvimos cerca varias veces, pero el sueño siempre quedó trunco. El partido que más sufrí en mi vida fue cuando Ñublense nos arrebató el ascenso de Tercera a Segunda en el último minuto de partido. El técnico de los chillanejos era Luis Marcoleta. Por eso cuando, el mismo técnico que me hizo tanto sufrir, fue anunciado como nuestro entrenador, fui uno de los frunció el ceño. Por suerte me equivoqué.
En un año Marcoleta, junto al grupo de jugadores, me cumplieron aquel sueño imposible de ascender. Lo criticaban que jugaba feo, que el equipo era mezquino, que ganaba siempre por la mínima. Don Lucho defendió con argumentos su forma de ver el fútbol, de jugar de acuerdo a los futbolistas que tenía disponibles.
Después bajamos. El técnico se fue. Al poco tiempo regresó y volvimos a ser campeones. Más de 20 fechas sin perder, el equipo perdió un solo partido en el campeonato. Subimos tres partidos antes del cierre.
Yo sé que pocos lograrán entender esta columna. Porque estamos en la dictadura de los ganadores, la que olvida que para jugar al fútbol necesitas mucha gente. Entrenadores, jugadores, hinchas, que saben que jamás serán campeones. Nosotros somos así. Aunque cueste creerlo, no nos interesa ganar. No al cualquier costo. No es nuestra exclusiva prioridad. Como dice un buen amigo, soy del Curi aunque gane.
Pocos técnicos son más respetados por sus pares que Luis Marcoleta. No estamos hablando de un santo. El hombre es taimado. Es porfiado. Testarudo. Un poco cascarrabias. Pero nadie ha tenido la paciencia de explicarme un partido como lo hizo don Lucho conmigo.
Especialista en ascensos le dicen. Claro, lo consiguió con Talcahuano, Ñublense, Antofagasta, Curicó, Arica. Marcoleta es más que eso. Defiende un modo de jugar que no va a la moda de los tiempos. Y remar contra la corriente genera mi completa admiración, en el ámbito que sea.
Hace un tiempo, en el aeropuerto de Copiapó, con la Copa de campeón entre sus manos, don Lucho se me acercó. Me abrazó a mí y a mi hermano. “Este título es también para tu abuelo que ya no está”, me dijo.
A un tipo así, yo lo respetaré por siempre. No cabe otra opción.