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El centenario de Livingstone

Hace 100 años, un 26 de marzo de 1920, nacía Sergio Roberto Livingstone Polhammer.

El centenario de Livingstone

Hace 100 años, un 26 de marzo de 1920, nacía Sergio Roberto Livingstone Polhammer. La tesis no es mía, le pertenece a mi colega y amigo Danilo Díaz. Él dice que Livingstone fue el jugador más importante del fútbol chileno. Suscribo. No fue el mejor de todos, ni el que ganó más títulos, ni el que más portadas acaparó, pero fue el más relevante para convertir en popular una liga que apenas amanecía.

Livingstone fue hijo de escoceses. Estudió en el Colegio San Ignacio y de inmediato, por su contextura algo gruesa y su altura, muy espigada para la época, lo pusieron al arco. No solo se enamoró del puesto, sino que “inventó” al portero chileno.

Tras un breve paso por Unión Española, se retira del fútbol para estudiar Derecho en la Universidad Católica. La pasión del fútbol ya lo tenía atrapado. Ponto dejó los libros y volvió a ubicarse bajo los palos, esta vez de la UC. Debutó en 1938, cuando la liga chilena llevaba solo cinco años de competencia y trataba de abrirse paso entre las actividades de esparcimiento. Dueño de una plasticidad nunca vista, un rechazo que le permitía brincar de manera considerable, se convirtió rápidamente en el mejor arquero del fútbol nacional.

Livingstone le agregó personalidad al puesto. Fue el primero en entender que esta incipiente industria dependía también de los aficionados. Jugaba con un sentido del espectáculo inédito. Eran comunes sus acrobacias. Para sus rivales, gestos de soberbia. Pero los hinchas aplaudían a rabiar cuando salía a cortar centros con una mano, cuando pasaba la pelota por detrás de su espalda, cuando salía del área con el pie y eludía rivales. Livinsgtone fue el primero en congregar público alrededor: la gente pagaba por verlo jugar, aunque no fueran hinchas de la UC.

Cuando terminaba el partido, salía del vestuario impecablemente vestido. Terno y corbata. Rasurado, con fino mostacho bien cuidado, peinado a la gomina. Entendió el Sapo, como le decían, que la imagen era importante. Se acicalaba para posar siempre impecable ante los reporteros gráficos que lo esperaban tras un pleito. “Yo inventé la farándula”, diría años después, con una sonrisa jocosa dibujada en el rostro.

En 1942 se va a jugar a Racing de Argentina. La rompe. Se convierte en ídolo a los pocos meses. Al final de la temporada lo designan capitán. Pero sorprende a propios y ajenos cuando decide regresar a Chile. Los dirigentes de la Academia le ofrecen todo para quedarse. Aumentar su contrato, subir su salario, extender el vínculo. Pero el Sapo esgrime una razón incontrarrestable: volvía a su país por amor, para casarse con la que fue su primera esposa.

Tras su retiro, la Federación chilena le ofrece ser el técnico de la Roja que se prepararía para el Mundial de 1962. Rechaza la propuesta, pero sugiere el nombre de un ex compañero suyo en la UC y en la selección, uno que se había formado en Francia como entrenador: Fernando Riera.

Muchos crecimos viendo su rostro en la pantalla por décadas. Livingstone tenía una cualidad de la que muchos deberíamos aprender. Siendo el enorme futbolista que fue, uno de los mejores arqueros chilenos de la historia (sino el mejor), jamás hablaba de él. Nunca. No se ponía como ejemplo. No contaba el aire sus experiencias. Lo hacía solo cuando le preguntaban y la mayoría de las veces no contestaba con sus proezas, sino con sus derrotas.

Si Dios existe, sería guionista de fútbol, porque Sergio Livingstone fallece un 11 de septiembre del 2012, el mismo día que se jugaba una jornada completa de las clasificatorias mundialistas camino a Brasil 2014. El estadio Monumental guardó un emotivo minuto de silencio por su partida, así como todos los recintos del continente. Hasta hoy mantiene el récord der ser el futbolista con más partidos disputados en la Copa América, antiguos sudamericanos. Jugó más que partidos que Pelé, más que Maradona, más que Messi, más que Elías, más que todos.

La mejor definición de Sergio Livingstone se la escuché a mi abuelo. “El Sapo era tan bueno que hasta los rivales lo aplaudían”.

No más preguntas, señor juez. Un futbolista irrepetible.