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Arcos

Los maradonianos

Los maradonianos

El primer Mundial que recuerdo con nitidez es México ’86. El fútbol ya era parte de mí. No tenía remedio. Mi mejor panorama infantil era ver un partido de fútbol, sin importar demasiado el color de las camisetas que estuvieran en cancha.

Para España ’82 tengo vagos recuerdos: el televisor encendido, Chile jugando, mi papá, mi abuelo y mis tíos enojados por una derrota ignominiosa, pero no le prestaba demasiada atención al pleito. Para México ‘86, en cambio, ya era un futbolero consumado, capaz de ver Portugal con Marruecos, por ejemplo.

Chile no jugaba así que no tenía predilección por equipo alguno. Es un alivio disfrutar del juego cuando en cancha no están tus colores. El juego por el juego. El buen futbolista, una linda maniobra, un defensa aguerrido, un arquero sólido. Da lo mismo el equipo.

El 22 de junio de 1986 veía el partido entre Argentina e Inglaterra por los cuartos de final de la Copa. Diego Armando Maradona ya era un jugador reconocido y captaba mi atención, pero no mucho más que el resto de los futbolistas. Veo que al inicio del segundo tiempo anota un gol evidentemente viciado. Salta con la mano arriba, golpea la pelota y deja sin chances al portero inglés Peter Shilton. El 10 corre festejando un gol, mientras esperamos, frente a la TV, que el tanto fuera anulado. Pero eso no pasó. Argentina ganaba 1-0 con un gol que no debió ser validado.

Cuatro minutos después Maradona tomó la pelota muy lejos del área contraria. Veo que empieza a eludir rivales, que caen desparramados. La coreografía del 10 se veía tan sencilla, tan limpia. Mostrar la pelota, gambetear, engañar con el balón y con el cuerpo, eludir patadas, a toda velocidad. Cuando deposita la pelota en el fondo del arco grité el gol, sin saber por qué. Fue instantáneo, Automático.

El partido terminó 2-1 en favor de Argentina, el equipo que días después sería campeón del mundo. Desde esa jornada instalé a Diego Armando Maradona en la cúspide de mis jugadores favoritos. Sigue ahí. Ninguno lo ha amagado. Es probable que existan muchos argumentos para pelear ese sitio, pero Maradona refleja no sólo un gusto personal, sino la trascendencia de una época. Los ídolos de infancia tienen un carácter distinto, habla tanto del futbolista como de nosotros mismos. Nos recuerda quienes fuimos, de dónde venimos y hacia dónde vamos.

Ese cotejo es una metáfora del mismo Maradona. La trampa y la magia en el mismo partido, con escasos minutos de diferencia. Un hombre capaz de maravillar y engañar al mundo en un pestañeo. Una ambivalencia que lo ha perseguido toda la vida. No debe ser fácil ser Maradona. Encerrado en extremos, entre el aplauso desmesurado y la crítica implacable.

No vi jugar a Pelé, lo aclaro. Pero si vi a Messi, a Cristiano, a Ronaldo, a Zidane, a Platini, a Zltan. Ninguno me ha hecho gritar un gol de la nada. Sólo Maradona. Por eso soy maradoniano, lo admito, sin vergüenza.