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Ahora el 10 es sólo un número

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Ahora el 10 es sólo un número
GUILLAUME HORCAJUELOEFE

Diego Armando Maradona acaba de morir y somos muchos los que no imaginamos un mundo sin Maradona. Suena exagerado y tal vez lo sea, pero en el fanatismo, en la devoción, en el amor, no existen protocolos ni resguardos. Fui y seré un fanático de Maradona, expuesto en este mismo lugar en muchas oportunidades, por una razón muy sencilla: Maradona me hizo feliz. A mí, a muchos, a millones.

No fue un superhéroe Maradona. Fue un antihéroe. Son precisamente esos claroscuros los que agigantan su figura a una dimensión que no se compara con otro futbolista, ni antes ni después. No era atlético, ni alto, no le pegaba con la pierna derecha, no cabeceaba. Enumerar sus defectos futbolísticos lo hacen aún más grande pues frente a esas carencias logró ser el mejor de todos y extender una leyenda que supera los márgenes de una cancha de fútbol y las limitaciones geográficas. Porque las grandes estrellas de hoy admiraban a Maradona más que a cualquier otro. Y también lo admiraban los modestos. Y también los que nunca jugamos al fútbol ni de cerca.

Maradona genera devoción en niveles que probablemente ningún otro deportista se acerque. Lo que provoca Maradona en su pueblo no es comparable con ningún otro deportista. La discusión no es futbolística. Hay jugadores con mejores números que el 10. Más goles, más títulos, más trofeos, mejores estadísticas. Pero para muchos de nosotros esas son sólo cifras. Maradona es el más grande, el mejor de todos, sin discusión. No queremos lógica, no queremos argumentos. Queremos pasión y corazón.

¿Por qué nos gusta lo que nos gusta? Porque es nuestra biografía la que entra a la cancha. La mía y la de todos los que leen esta columna y mucho más allá. Maradona es el único futbolista que ha logrado conmoverme. He aplaudido a cientos, gozado con cientos, sufrido con cientos, pero ninguno provocó que me estremeciera a niveles incomparables. Desde que lo vi jugar en México 86. Nunca, jamás, he gritado un gol de otro país que no sea el mío, con excepción de los goles de Maradona. Eso no tiene explicación. No la necesita.

Maradona llevó a la cancha las ilusiones de una pichanga. Cuando conocimos la pelota, cuando empezamos a quererla, soñamos con pegarla al pie, eludir a todos los rivales, gritar un gol a estadio lleno, en la cita más grande de todas. Maradona fue la encarnación en cancha de lo que todos soñamos ser alguna vez.

No era fácil ser Maradona. Lleno de luces desde la infancia. Con todos los excesos posibles. Con la presión de ser siempre el mejor de todos. Reconocido en cada rincón del planeta. Rodeado de gente que, como verdaderos parásitos, extraían toda su energía. Maradona luchó contra la FIFA cuando nadie lo hacía. Cuando lo calificaban de pintoresco, de payaso, de enfermo, de adicto. Tan equivocado no estaba. Se convirtió en ídolo de su país cuando la dictadura daba paso a una democracia que aprendía a caminar otra vez. Una nación que venía destrozada tras la Guerra de Las Malvinas. Fue un ídolo necesario en el instante preciso. Eso no tiene comparación. Sólo lo poseen los elegidos.

Como todo genio, como todo gran artista, su brillo no cabía en el cuerpo. Excedía, era una explosión, que como todo estallido es muy difícil de controlar. Parte de su genialidad radica, precisamente, en que transitó por el lado salvaje, conociendo ambos lados de la moneda.

Gambeteo la muerte varias veces. Hasta que no pudo más. Su romance con la pelota debe ser el amor correspondido más genuino que nuestra memoria logre atesorar. Maradona le daba gracias al balón y estoy seguro que la pelota sintió que nadie la trató con más dulzura que Maradona. Un día dijo que la pelota no se mancha y lo cumplió. Jamás la ensució.

Diego Armando Maradona acaba de morir. Tenemos pena, rabia, tristeza, emoción, locura. Somos, por un par de segundos, niños otra vez. Nos transportamos a ese lugar donde lo vimos por primera vez y entendimos que este era el juego más lindo de todos.

Maradona ha muerto. A partir de ahora, el 10 es sólo en número, porque el 10 ya no está más y nadie, nunca jamás, ocupará su lugar.