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ARCOS

Yo vi jugar a Lucho Martínez

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Yo vi jugar a Lucho Martínez

Yo vi jugar a Lucho Martínez. Mis hijos se ríen cuando lo digo, tantas y tantas veces, porque les suena a discurso manido. Ellos se ríen porque vieron jugar a Messi, a Cristiano, al Kun, a Alexis, al Rey Arturo. Pero no vieron jugar a Lucho Martínez. Yo sí.

Yo vi jugar a Lucho Martínez cientos de veces, cuando salíamos de la casa con mi abuelo, mi abuela, mi papá, mi hermano, mis tíos, como una verdadera tribu a abordar la micro en la esquina curicana de San José con Peña, justo frente al negocio del Pelado Julio. No teníamos auto. Ninguno en la familia tenía auto y ninguno sabía conducir. Para qué aprender a manejar si nadie tenía auto.

Yo vi jugar a Lucho Martínez cuando don Osvaldo, mi abuelo, me sentaba a su lado y me explicaba, mientras la micro se colmaba de hinchas que a mí me parecían millones y eran apenas una decena, los secretos del rival, que siempre era mejor que nosotros. "Ojalá empatemos", me decía mi Tata, quizás bajando mis expectativas o quizás moviendo su tablero, porque tal vez ese domingo regresaríamos felices y la felicidad inesperada es doble felicidad, decía.

Yo vi jugar a Lucho Martínez. Era el 9 de mi equipo. Era bajo de estatura, habilidoso, gambeteador. Definía siempre pegado al palo, eligiendo las esquinas. Cuando anotaba revoleaba su camiseta, porque en ese tiempo no te mostraban tarjeta amarilla por sacarte la camiseta, y corría hacia la reja. Mientras Lucho Martínez iba en esa dirección, yo bajaba desde mi lugar rumbo al mismo sitio, a su encuentro en el otro lado de la reja, el lado de los testigos, de los que nunca jugamos fútbol. Lucho Martínez escalaba y exhibía la tricota, como una especie de ofrenda, como testimonio hacia un público enfervorizado. Yo lo miraba, a centímetros y sentía que nadie en el mundo era mejor que Lucho Martínez. Compartimos el mismo grito decenas de veces, al lado de la banca, en una reja que apenas se sostenía, donde los aficionados dejaban sus bicicletas. Yo lo vi, él seguramente nunca me vio.

Yo vi jugar a Lucho Martínez en cancha embarrada, de local y visita. Lo vi hacer muchos goles y perderse unos tantos. Lo vi jugar por otros equipos y lo admiraba tanto que jamás sentí que nos traicionara. Mi abuelo aseguraba que debajo de la nueva camiseta que defendía, estaba seguro que tenía una del Curi y yo quise creer que eso era verdad, aunque no fuera cierto.

Yo vi jugar a Lucho Martínez y era mi ídolo, porque los ídolos de provincia, de equipos chicos, son distintos a los ídolos mundiales. Le exigimos menos y nos dan mucho más.

Yo vi jugar a Lucho Martínez. Lo vi ganarle un partido solo a La Calera. Lo vi hacerle cuatro goles a Linares en un partido en que ganamos de visita 7-0. Lo vi anotarle dos goles a Santa Cruz la noche en que una lluvia de piedras azotó todos los vidrios de nuestro bus y regresamos a Curicó congelados, pero daba igual, porque el Lucho había hecho dos goles. Lo vi hacer un gol de tijera en Santa Laura contra la UC, que jugó con suplentes, pero sus reservas eran mejores que todo nuestro equipo.

Yo vi jugar a Lucho Martínez y todavía lo veo en mis vívidos recuerdos, en mi nostalgia enmarañada. Sin sus goles y sus casi goles no me habría enamorado del juego más lindo de todos.

Yo vi jugar a Lucho Martínez y hace pocos años, ya grande, un señor me tocó el hombro para saludarme. Era él. En mi mente estaba igual, los años no habían transcurrido. Seguía jugando en el Curi, continuaba festejando en la reja. Cuando me tocó el hombro, mi abuelo estaba vivo otra vez.

Lucho Martínez me saludó por mi nombre y pese a que yo ya tenía más de 30, esa tarde me hizo el niño más feliz del mundo.