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Curicó descendió a la Primera B tras seis temporadas consecutivas en la serie de honor, el período más exitoso de su historia deportiva.

Soy hincha de Curicó. Y lo seguiré siendo.

Si alguien espera que en la siguiente columna incendie la pradera y pida el descabezamiento institucional, se llevará una frustración.

No es lo mismo ganar que perder.

No se romantiza la derrota.

El triunfo y el fracaso, ubicados en las antípodas de la tabla de posiciones, tienen algunos elementos comunes: no se explican por un solo factor y no ocurren de un momento a otro. Responden a procesos. Uno virtuoso y otro en picada.

Descender es rudo. Es caer en la categoría inmediatamente inferior. Pero no es irse al infierno, ni a las catacumbas, ni a las mazmorras. Es caer una categoría, que no es poco.

Es probable que para los equipos que nunca pelean abajo, el tránsito sea más difícil y el costalazo, inédito e inesperado, duela un rato más. Nuestra biografía marca buena parte de nuestras reacciones. Quizás por eso el descenso de Curicó no se sienta como una debacle espantosa.

Soy de quiénes han visto a Curicó muchos más años en el Ascenso que en Primera, con una larga estadía en la Tercera División incluida. Crecí con el equipo en el sótano, sin demasiadas chances de salir de ahí. “Cristian, ojalá empatemos”, me decía mi abuelo, quién además colaboró con el club desde algún lugar por 30 años. Íbamos en masa, padre, hermano, abuelos, tíos, a alentar a un equipo que sabíamos tenía pocas chances de ser campeón.

Y subimos. Dos veces. Y le ganamos a todos, al menos una vez. Y terminamos terceros hace un año, clasificando a Copa Libertadores.

Imposible olvidar.

Prohibido olvidar.

Todas las derrotas duelen, pero no todas duelen igual. Todos los triunfos valen, pero no todos se celebran igual. Todos los equipos tienen su épica, su relato. El nuestro excede los resultados. Somos un equipo de resistencia, en medio de una selva de accionistas, de dueños, de patrones. Curicó eligió otra cosa. Y esa es la verdadera batalla que no se puede perder.

Perder en la cancha es parte del juego. Perder la identidad es irrevocable.

Mala campaña, sin duda. Responsabilidad directiva, por supuesto. Se cambió a un entrenador y fue peor, cuando quedaba aún mucho torneo. Bajos rendimientos, seguro. Refuerzos que no rindieron, está claro. Una cosa no quita la otra. El análisis duro es necesario y saludable para volver a levantarse.

Pero este equipo llevó mis sueños a un lugar que jamás imaginé. Mis deseos de niño quedaron estrechos ante una realidad que una vez, al menos una vez, condujo el viento a nuestro favor.

Duele, pero no sorprende. Soy del Curi aunque gane. O descienda.

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