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Cuando éramos chicos, cuando todo importaba un poco menos, necesitábamos una pelota, un par de amigos y voluntad para armar una pichanga. No mucho más que eso. Alguna cancha disponible o un descampado servían como escenario. Si no, lo inventábamos. Arcos improvisados, límites difusos, discusiones si la falta era dentro o fuera de un área demarcada por nuestra imaginación. Si el remate iba demasiado elevado, sobre todo para las enjutas dimensiones de nuestro arquero de turno, recurríamos al comodín de la “altura” para anular un gol que a todas luces sería válido si contáramos con un horizontal que ensombreciera la mollera de nuestro cuidavallas.

Podíamos jugar. En la calle, en el pasaje, en cancha de tierra, ripio, pasto. Donde fuera. Los buenos y los malos. Hoy es cada vez más difícil encontrar chicos jugando a la pelota, inventando, lejos de la estrategia, de la táctica, lejos del rigor físico, gambeteando, metiendo un túnel, creando. Las ciudades se han convertido en bloques de cemento. El espacio para cualquier actividad física se ve reducido ante una vorágine que parece no tener freno. Las horas en aula crecen como si hubiera directa relación entre ese encierro y un atajo a ser un país moderno y desarrollado.

Los chicos, las chicas, ya no tienen el espacio físico ni el tiempo cronológico para simplemente jugar a la pelota. Explorar en esos partidos donde los rivales son pares y los resultados no son tan trascendentes, las condiciones que lo llevarán quizás a probarse en ligas mayores. Porque cada futbolista que llega al profesionalismo es porque era bueno para la pelota, el mejor en su barrio, en su cuadra, en su pasaje, en su colegio. Y llegaron a los clubes a formarse, a conducir esas capacidades que ya mostraban y darle un rigor, laboratorio, entrenamiento. Tomarlo más en serio.

El escenario para la imaginería futbolística es cada vez más estrecho. Ante la reducción de canchas, de espacios, de horas disponibles, los chicos y chicas llegan directamente a las escuelas de fútbol o a los clubes a jugar, a tratar de hacer lo que deberían haber experimentado en una pichanga, en un partido simulado, en un reducto donde lo esencial era jugar a la pelota.

Tenemos menos lugares, tenemos menos tiempo. Algunos argumentarán que el interés no está tanto en el deporte sino en diversos dispositivos o plataformas digitales. Puede que sea cierto, pero nosotros, los más grandes, somos quienes muchas veces reducimos la oferta de panoramas. Porque un niño con un aparato en la mano está más tranquilo, pregunta menos, se mueve menos. Nos jode menos. No sabemos que los jodidos somos nosotros.

El hechizo de la pelota continúa. Hagan la prueba. Echen a rodar un balón sin destino fijo y verán como los chicos y chicas correrán tras ella, tratando de atraparla, patearla, moverla. Jugar. Sólo jugar. Cada vez le cerramos más la puerta a ese espacio inimitable, irreemplazable: el juego por el juego. Después pedimos resultados y futbolistas de alto nivel, pero cada vez jugamos menos. Vamos cerrando el espacio y el tiempo para los niños jueguen, para que metan un túnel sin miedo a que alguien desde afuera lo reprenda, le diga que eso no se hace, que esto es serio, que primero debe asegurar el pase.

Difícilmente lleguemos a ser grandes si no nos permitimos ser chicos el tiempo suficiente. En la cancha y fuera de ella.

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