Yo no era amigo de Eduardo Bonvallet. No teníamos buena onda, de hecho. Difiero en buena parte de sus comentarios, en forma y fondo. Pero es imposible no detenerse en la muerte de un comunicador que, guste o no, comprendió antes que el resto un Chile que ya no quería medias verdades y medias tintas, un país que rompía el cascarón y necesitaba, con urgencia, decir las cosas mirándose a los ojos, incluso en las más profundas diferencias.
Bonvallet fue un futbolista destacado. Jugó en la Universidad Católica, en la Universidad de Chile, en Ohiggins, en Estados Unidos, en San Felipe y en la selección chilena. Fue subcampeón de América en 1979 y jugó el Mundial de España 82. Es bastante como para respetarlo.
Su carrera en los medios marcó a fuego a muchos y eso es indesmentible. Incluso no son pocos los comentaristas quienes tomaron parte de su influencia. Negarlo sería ponerse una venda en los ojos y por lo menos en este vereda no estamos para eso. Tuve diferencias grandes con Bonvallet. Sus comentarios a ratos me parecían racistas y xenófobos, pero compartía buena parte del fondo de su asunto. El problema en Chile no era de aptitud de futbolistas, sino un trasfondo cultural. Y no me refiero a la cultura enciclopédica, acumulación de conocimientos, sino a la forma de afrontar el trabajo y la profesión de jugador de fútbol. Dar el mil por ciento si es necesario. Tomarse la pega en serio. Eso, que antes sonaba una locura, hoy parece el requisito inicial, la primera condición. Bonvallet era querido y admirado, pero también defenestrado por varios. Incomprendido tal vez, como lo son las personas diferentes. Pese a las enormes diferencias, no se puede dejar de admitir que Bonvallet era distinto y yo, al menos, respeto y admiro a la gente que toma el camino difícil. Bonvallet tenía depresión. En un sociedad donde el éxito parece estar aparejado con el dinero, los logros, las luces y el glamour, admitir depresión pareciera abrir flancos demasiado evidentes. Hay que vivir la depresión para entenderla como lo que es, una enfermedad que te toma, que no te deja y cuya condena es perpetua. En una sociedad donde la basura se esconde bajo la alfombra, quienes sufrimos dicha enfermedad y la tratamos como corresponde hace muchos años, no pedimos miseria ni lástima. Nada más alejado de eso. Solo comprensión y que el Estado comprenda que es un asunto de salud pública. A menudo la depresión golpea con fuerza brutal a quien menos lo espera, quien en apariencia parece tenerlo todo. Como Bonvallet. Hay que entenderla, padecerla, para saber que la pena no es contra el mundo, contra el entorno, sino contra uno mismo. Tuve muchas diferencias con Bonvallet. La última vez que nos cruzamos nos dijimos un par de pesadeces. Estoy seguro que a los pocos minutos ambos nos arrepentimos de haberlo hecho. Yo al menos sí. Difiero de su forma de expresión. Admiré su carisma y discurso. Pero empatizo, más que varios que hoy tratan de sacar ventaja de esta tragedia, con una enfermedad que te toma y no te suelta nunca más. Una que solo entiendes tú, que es imposible explicar, porque no tiene lógica alguna. Muchos tratan de imitarlo aunque no lo admitan. Craso error. Un plagiador nunca será un creador. A Bonvallet no hay que imitarlo, porque hubo uno solo. Y se fue un 18 de septiembre, por decisión propia. Y yo no lo juzgo ni condeno. Lo respeto. Y lo entiendo. Fuerza a su familia y amigos verdaderos. Su camino tiene muchas más luces que sombras.