ARCOS
Fútbol de antes
Íbamos al estadio en familia o en grupo. Nos sentábamos en esas galerías de madera. Nada de butacas numeradas. Y cabíamos todos. Y nos respetábamos.
El fútbol en estado puro, en esencia, sigue embrujando por la simpleza y la nobleza de sus recursos. Si no me creen, lancen un balón a un niño o niña y verán en su rostro una luz genuina, una sensación de libertad y de despertar que suministra la suficiente luz para seguir creyendo.
El fútbol en estado puro se resiste a morir, aunque el mismo fútbol industrializado, mecánico, plástico, burócrata, realiza denodados intentos por matar la magia de esa circunferencia que gira sin parar.
Ni religión, ni opio de los pueblos, ni resistencia, ni eslabones perdidos. El simple gusto de jugar, de dar un buen pase, de atajar esa pelota imposible, de ser testigo de un partido del que muchos sabrán, por el boca a boca, pero que pocos ojos verán.
Mis hijos no me creen cuando les digo que llegábamos temprano a la cancha para ocupar un lugar en la fila y adquirir, el mismo día del partido y en pleno estadio, un boleto para presenciar el juego. A través de una ventanilla enrejada, oscura, había tickets para adultos, niños, visita, local, visadas a través de una entrada que conservábamos sin saber por qué, por años y años.
Íbamos al estadio en familia o en grupo de amigos. Nos sentábamos en esas galerías de madera, tablones largos. Nada de butacas numeradas. Y cabíamos todos. Y nos respetábamos. Hasta guardábamos el asiento al rezagado o atrasada que siempre llegaba al filo del pitazo inicial.
Mi abuela llevaba un verdadero cocaví. Termo con café en invierno. Sándwich. Huevos duros. Todo se compartía con los vecinos, los mismos y las mismas de siempre, la familia postiza que el fútbol nos regaló.
Para quienes crecimos en provincia, llegar a Santiago era un deleite futbolístico. Porque podíamos ir al estadio a verlos a todos, sin importar la camiseta. Pagábamos una entrada sólo para ver un partido de fútbol, con colores de camisetas que no alentábamos, sólo por el gusto de ver un buen partido.
El público iba a la cancha a ver el partido. Los protagonistas siempre estaban adentro, jamás afuera. Y hasta podíamos aplaudir una linda maniobra de un contrincante. No pasaba nada, nadie nos acusaba de traidores, no había funa por admirar a un rival.
Quizás por ver que el torneo del 2021 aún no termina o por ver la industria del fútbol trazando millones de euros en la bolsa o por ver una alta densidad en las discusiones, la nostalgia me pidió escribir sobre el fútbol de antes, más precario, más lento, más inocente, peor jugado quizás, pero más cerca de ese estado puro, esa inexplicable sensación que aún nos acelera el corazón cuando vemos una pelota girar.
Es probable que jamás volvamos a ese fútbol de antes. Y no está mal. Internet, comunicados mundialmente, mucho más profesionalismo, una industria alrededor, no son demonios en sí mismo, siempre y cuando no olvidemos jamás que esto parte y termina con una pelota, patearla hacia el arco contrario y tratar de hacer más goles que el rival. Sólo así comprenderemos por qué este deporte no sucumbe a las nuevas tendencias y sigue siendo el juego más lindo de todos.